El
octavo día de la tercera década del mes de floréal
del año sexto de la República—17 de mayo de 1798—un joven general Bonaparte
zarpaba del puerto de Tolon, con rumbo desconocido, al mando de un ejército de
30.000 militares y un millar de civiles, parte de ellos científicos y
especialistas de diversas artes y materias. Hoy sabemos perfectamente el rumbo
que tomó dicha expedición, pero en aquellas fechas se intentó guardar el
secreto todo lo máximo que se podía, para evitar que fuera hundida en mitad del
Mediterráneo, mucho antes de llegar a su destino, por la superioridad naval
enemiga, esto es, por la flota británica. Lógicamente, cuando miles de personas
saben algo, mantener el secreto era algo así como bastante ilusorio, por lo que
Nelson partió con su flota fondeada en Gibraltar a la búsqueda del enemigo,
cruzándolo dos veces, pero sin suerte para lograr interceptarlo. Quizá se nos
haga difícil la idea en un mundo donde los satélites son capaces casi de
distinguir el color de tus ojos, pero en esa época los vientos gobernaban los
rumbos y la vista sólo alcanzaba hasta el horizonte curvado desde la cofia del
palo mayor, el lugar más alto de un navío.
El joven general Bonaparte—joven
porque aún no había cumplido 30 años, general porque era su rango militar, ya
que todavía no era conocido como Napoleón, pues ni siquiera había coqueteado
por entonces con la política y estaba a las órdenes de la República de
Francia—arribó a las costas egipcias. La campaña militar siguió su curso hacia
el sur y, en la conocida como batalla de las Pirámides, supuestamente soltó su
arenga que se haría famosa: «Soldados. Desde lo alto de estas pirámides, 40
siglos nos contemplan», reventando, acto seguido, al más numeroso pero
anticuado ejército de mamelucos que tenía en frente.
Pero, ¿qué hacía en Egipto un
ejército francés? La idea del Directorio era, en un principio, golpear a Gran
Bretaña. Aquél propuso al afamado general Bonaparte, que había conseguido una
fulgurante victoria en su rápida campaña de Italia contra los austríacos y
piamonteses, apenas dos años antes, para que la dirigiera, quizá con el anhelo
de quitárselo del medio, pues un general popular no era conveniente en esa
jovencísima República. Bonaparte, por supuesto, aprovechó la oportunidad. Él
era un científico al que le encantaban las matemáticas, que tuvo que aprender
primero en la escuela militar de Brienne y después en la Real Escuela Militar
de París, donde se especializó en la muy científica artillería. Pero también
era un apasionado hombre de letras, que devoraba con fruición los libros de
Historia, anotando sus ideas a los márgenes de ellos, mientras se imaginaba que
en un futuro él sería el nuevo Julio César o el nuevo Alejandro Magno.
Sí, pero ¿para qué fue un ejército
francés a Egipto, el «culo del mundo»? El plan era tomar Egipto como base para
su posterior desplazamiento hacia el Oriente Próximo y, de allí, hacia la
India, que era la joya británica. Francia no tenía oportunidad de cruzar el
estrecho de Calais, que la separaba de su enemiga Gran Bretaña, ya que la
superioridad naval británica se lo impedía, por lo que organizó ese arriesgado plan
de atacar a su peor enemiga donde más le pudiera doler. Me podéis decir que es
de locos no poder cruzar un estrecho de apenas 33 kilómetros de anchura e irse,
en cambio, al otro lado del mundo para rendir a tu enemigo. Sí, claro, pero yo
no hago la Historia, sólo la cuento.
Entonces, ¿cómo pensaba Bonaparte y
el Directorio que tal empresa podía llevarse a cabo? Pues porque tenían un arma
secreta. La cosa no era conquistar tanto Egipto como el resto de los
territorios bajo la influencia del sultán turco, hasta llegar a la India, sino
levantarlos. Esos territorios estaban poblados por pobres gentes ignorantes de
su situación, esclavizados por la religión y la fusta del turco, a los cuales
se podía y se debía abrir los ojos. Ésa era el arma secreta de la expedición
del general Bonaparte, la «Liberté, egalité y fraternité». Si, con ayuda de
todos los civiles que llevaban, con los que se fundó hospitales, escuelas,
casas cuna, etc, se lograba convencer al populacho que ellos no eran
conquistadores, sino libertadores, podrían levantar a toda aquella masa humana
para sus propios propósitos. Yo no estaba allí para verlo, pero la cara del general
Bonaparte tuvo que ser un poema cuando los egipcios le preguntaron lo de
«liberqué?, egaliqué?, fraterniqué?». Ya sabéis que la expedición francesa
acabó fracasando y supongo que os imaginaréis el porqué: los egipcios no
entendían que era eso que los extranjeros querían meterles en su cabeza. ¿Cómo
era posible que una gente que no creía en Alá les dijera lo que era mejor para
ellos? Ellos ya tenían unos imanes que les explicaban e interpretaban el Corán,
lo demás les importaba un pimiento. Algo bueno, al menos, quedó de esa
fracasada expedición: nació en Europa el amor por la antigua cultura egipcia,
por sus templos y por la escritura jeroglífica. Pero ya está. No hubo más.
Han pasado 217 años desde entonces,
pero seguimos cometiendo los mismos errores. Los pobladores de esa región del
mundo, con su idea de la familia, con sus ancestrales costumbres y con su
religión por encima de todas las cosas, no comprenden que vayan unos descreídos
a decirles qué es lo mejor para ellos. Ellos no vienen a nuestras casas para
decirnos que lo mejor para nosotros sería calzarnos el burka y rezar cinco veces al día con el culo en pompa. Por eso,
cuando nos empeñamos en decirles que deben adoptar la democracia, la igualdad
entre hombres y mujeres, la tolerancia hacia los homosexuales, etc, se molestan
un poquillo, más si les matamos a sus líderes. Somos nosotros los que no
comprendemos que cuando tienen algo de democracia votan a los Hermanos Musulmanes, porque en su religiosa
sociedad no buscan a alguien que los gobierne, sino a alguien que les dirija
espiritualmente. Somos nosotros los que no comprendemos que la mujer musulmana
no quiere la igualdad con el hombre, porque hombres y mujeres musulmanes no son
iguales, cada uno tiene sus roles que no se pueden entremezclar, y cada uno es
muy importante según el ámbito en el que mueve, las mujeres como dueñas de la
casa y los hombres fuera de ella. Somos nosotros los que no comprendemos que la
homosexualidad es un delito para el credo musulmán, aunque luego hagan a
escondidas lo que quieran, pero contra un dogma no se puede discutir.
El Directorio francés de 1798, en
Egipto, y el gobierno de EE.UU. en este siglo XXI, en Afganistán e Irak, cometieron
el mismo error, creyendo que podrían «evangelizar» a esas retrasadas gentes, sin
comprender que esas gentes tienen otras formas de pensar y, que, quizá, a
diferencia de los occidentales, no tengan la avidez material como fin último de
la existencia, sino que hay algo más, su religiosidad y forma de ver la vida,
muy por encima de los valores de Occidente.
Pero claro, tal vez ni el Directorio
francés ni EE.UU. fueron del todo sinceros en sus objetivos, pues ninguno de
ellos era el que dichas poblaciones vivieran mejor. Eso era sólo un medio para
conseguir de verdad lo que querían, que era la estabilidad promocionada para
que ellos tuvieran las manos libres para lo que de verdad perseguían, que era arrebatar
la India a los británicos, por parte del Directorio, y controlar el petróleo,
por parte de EE.UU.
El Condotiero
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