jueves, 31 de diciembre de 2015

Rectilíneas diabólicas

             Cuando uno se dedica a observar con detenimiento un mapamundi político, puede percatarse de muchas cosas curiosas. Una de las que más llama la atención es la cantidad de fronteras rectas que hay, como si hubieran sido trazadas con escuadra y cartabón. Nada más cerca de la realidad, puesto que así fueron concebidos los límites de muchos países.
¿Qué importancia podría tener eso? No es casualidad que la gran mayoría de esas fronteras rectilíneas coincidan con lugares del mundo de gran inestabilidad. Descartando EE.UU. y Canadá, ya que son países prácticamente hermanos y es su frontera occidental la que es de una hermosa rectitud, separando vastos territorios boscosos despoblados, los demás países cuyas fronteras fueron trazadas con tiralíneas son los que hoy en día más problemas causan a la paz internacional.
Si nos vamos a la vieja Europa, no vemos una frontera recta por mucho que nos lo propongamos, ya que han sido cientos de años los que las han forjado, terminando por separar pueblos de cultura similar, que hoy se están hermanando, pero que durante siglos se han estado matando por empujar un poco más la valla hacia el contrario. No sólo son los accidentes geográficos los que han delimitado las fronteras invisibles desde los satélites, sino que también han sido los mismos pobladores los que han participado en su creación.
La pregunta sería, entonces, ¿quién creó con lápiz y regla las fronteras rectilíneas que proliferan en Oriente Próximo y en el norte de África? Pues fueron los países colonizadores de finales del S.XIX y principios del S.XX. No fueron, lógicamente, los pueblos de los países colonizadores, tampoco los pueblos de los países colonizados, fueron unos viejos aburridos enfermos de poder que jugaban a ser dioses. La historia del mundo en los  siglos XX y XXI no se puede estudiar sin antes comprender los tejemanejes de los viejos políticos europeos de los cincuenta años que van desde 1870 a 1920. Ellos y sólo ellos fueron los culpables de todo lo que ocurre hoy en día.
Todo comenzó con las ansias de poder de un tal Bismarck, canciller de la Alemania recién creada en el centro de Europa. Sus detractores podrán echar pestes de él, pero únicamente quería lo mismo que ya tenían otras potencias como Gran Bretaña y Francia, y lo que otras habían perdido o estaban a punto de perder, como España y Portugal. En la Europa del norte, donde acababan de entrar en la segunda revolución industrial, los magnates y potentados políticos estaban ávidos de territorios de donde extraer los enormes recursos que necesitaban sus incipientes redes industriales y también donde vender sus excedentes de productos manufacturados. Ningún país que mirara hacia el futuro podía hacerlo sin tener unos territorios poblados por millones de cuasi esclavos, a los que hacer trabajar por unas migajas y a los que obligar a comprar sus propios excedentes industriales. El poder se comenzaba a contabilizar por el número de toneladas producidas y por el número de millones de soldados despersonalizados que podían lanzarse contra el enemigo, que solía ser el vecino más próximo. Atrás quedaban ya los ejércitos pequeños pero profesionales, que podían ganar una guerra si eran dirigidos con maestría. La misma década anterior a la fecha que propongo vio cómo un ejército con recursos inacabables terminaba venciendo a uno más pequeño, aunque más valeroso y mejor dirigido, en la Guerra de Secesión, conocida por sus combatientes como la Guerra Civil (americana).
Parece una locura retrotraerse tanto en el tiempo, pero es que fue la Conferencia de Berlín en 1885 y la posterior tela de araña diplomática de Bismarck la que acabó explotando en la I Guerra Mundial, donde todos los países con colonias se enfrentaron unos a otros para dilucidar quiénes de ellos se terminarían repartiendo el pastel. Es imposible culpar a unos sí y a otros no por dicha guerra, puesto que todos estaban deseando enfrentarse en el campo de batalla, incluso los propios pueblos. Había una idea romántica de la guerra en esos primeros días de agosto de 1914, frustrada cuando las listas de bajas comenzaron a crecer de forma desmesurada. Pero la sinrazón, el egoísmo y la ambición de los políticos y casas reales de aquellos momentos lograron que la matanza siguiera su curso, por encima de voces más ecuánimes y razonables que denunciaban las situaciones que se estaban viviendo tanto en los frentes como en las retaguardias.
El final de la I Guerra Mundial fue un desastre aún mayor que la misma guerra. Todos se contentaron por que la guerra acabase, incluso los perdedores, cansados de morir y matar, pero si hubieran tenido una bola de cristal con la que ver el futuro inmediato, quizá no se hubieran congratulado de la forma en que lo hicieron. O, al menos, habrían terminado la guerra de otra forma. Clemenceau y Lloyd George, presidente y primer ministro de Francia y Reino Unido respectivamente, mostraron una falta de miras absoluta cuando obligaron a las potencias centrales a firmar su rendición. Wilson, el presidente de EE.UU., fue menos duro, pero tenía el complejo de ser el dirigente de un gran país acabado de llegar a la escena política internacional de altos vuelos, por lo que tampoco supo hacerse valer. ¿Qué hicieron los políticos franceses y británicos en Versalles? Humillar a Alemania y desmembrar a Austro-Hungría, un imperio que sobrevivía en el centro de Europa desde hacía casi medio milenio. Sacaron sus reglas y cartabones y crearon montones de países nuevos, a su gusto, sembrando los gérmenes de la posterior guerra mundial y de toda la inestabilidad que hasta hace poco ha campado por los Balcanes.
Pero lo peor fue desmembrar el Imperio Otomano en la forma en que lo hicieron, repartiéndose aquellos países entre ellos, para luego salir escopeteados 30 años después, dejando unas líneas fronterizas muy bonitas en un mapa, pero que no correspondían al sentir de los pueblos que allí habitaban. Nos sorprendemos, de vez en cuando, por los descontentos de Siria, Jordania, Irak, etc, etc, que se desplazan a otros países para combatir contra occidente, pero nosotros hemos sido los culpables de que ellos no posean sentir nacional en unos países artificiales creados en una mesa de diseño. No les ha quedado más remedio que acogerse a la única bandera en la que de verdad creen y por la que sienten algo, que es la del islamismo, viendo a sus compañeros musulmanes, sean del país que sean, como hermanos más que como extranjeros.
Los occidentales hemos dirigido la vida de los habitantes de aquellos países durante más de cien años, diciéndoles lo que está bien y lo que está mal, lo que deben pensar y lo que no, lo que deben consumir y en cómo deben ser gobernados, creyendo que son países como los nuestros porque tienen una bandera, unas fronteras y una capital, sin caer en la cuenta que no poseen el mismo bagaje cultural e histórico que nosotros, sino otro muy diferente, ni mejor ni peor, sino otro. Queremos que sean igual que nosotros y se comporten de la misma forma, pero sus sueldos son irrisorios, sus casas son poco más que cuatro ladrillos apilados y sus esperanzas de vida lamentables, excepto los grandes ricos, ya que las diferencias socioeconómicas de los habitantes de aquellos países son monstruosas, alentadas por nuestros gobiernos y magnates, deseando con ello controlar a dicha masa de población que podría estar descontenta.
Y luego nos sorprendemos porque un joven se inmole contra los occidentales… Contra nosotros, que tan buenos somos y tanto bien hemos repartido por el mundo…

El Condotiero

lunes, 21 de diciembre de 2015

Una ley electoral incoherente

             Hace ya mucho tiempo que la ley electoral española está puesta en tela de juicio. Demasiadas son las voces que han protestado contra la forma tremendamente injusta que tiene de contabilizar los votos. ¿Por qué no se ha hecho aún nada por intentar cambiarla? La razón es evidente: ni PP ni PSOE estaban interesados en ello. Así de claro, pues son los que han tenido el poder durante 33 años para hacerlo y lo han obviado. La desigualdad les beneficiaba de forma categórica y, como ya dije en una entrada anterior, en La utopía de la Igualdad, nadie está dispuesto en este país a luchar por la Igualdad.
            Pero para que mi afirmación no sea tenida por mera locura, antes de nada voy a demostrar la veracidad de mis palabras. Si tomásemos el número de votos totales de la mañana del 21 de diciembre (seguramente los números cambiarán con el paso de las horas) y les restásemos los votos nulos, serían 25.349.800 votos. Ahora, dividimos este número por 350, que es la cantidad total de diputados del Congreso, dándonos un resultado de 72.428. Este número de votos sería lo que costase alcanzar un diputado. Redondeando hacia el más cercano y dando los diputados restantes a los que más votos tendrían sobre el cero, la tabla de abajo hablaría por si misma:


Partidos
Número de votos
Diputados con la ley actual
Diputados con una ley justa
PP
7.215.530
123
100
PSOE
5.530.693
90
77
Podemos
3.181.952
42
44
Ciudadanos
3.500.446
40
49
En Comú
927.940
12
13
Compromís
671.071
9
9
ERC
599.289
9
9
DL
565.501
8
8
Marea
408.370
6
6
PNV
301.585
6
4
IU
923.105
2
13
Bildu
218.467
2
3
CC
81.750
1
1
Pacma
219.181
0
3
UPyD
153.498
0
2
Unió
64.726
0
1
VOX
57.733
0
1
Verdes
48.217
0
1
Mes
33.931
0
1
PCPE
30.895
0
1
GBAI
30.554
0
1
Votos en blanco
187.766
0
3



          Siempre nos han dicho que el sistema electoral está pensado para favorecer a los partidos regionales, con la idea de que pudieran tener representación en las Cortes. Partiendo de la base de que no estoy de acuerdo con ello, puesto que el Congreso se dedica a la gobernación de la nación, no de las regiones, pues para ello ya está nuestro país bastante descentralizado y las comunidades autónomas poseen suficientes competencias para encargarse del gobierno de las regiones, aun así niego la afirmación y reitero que el sistema electoral vigente beneficia a los dos grandes partidos, esto es PP y PSOE. Si miramos la tabla de arriba, vemos que los partidos de corte regionalista o nacionalista prácticamente se mantienen en los mismos números y son el PP y el PSOE los grandes favorecidos, a costa de IU, UPyD, Podemos, Ciudadanos y un sinfín de pequeños partidos que podrían haber tenido representación en las Cortes y se han quedado fuera para que los grandes sigan sumando.
            Algunos podrían decir que eso está bien, que así se permite una mayor gobernabilidad. Vuelvo a discrepar, ya que hemos tenido un buen número de mayorías absolutas en nuestra corta historia democrática y los problemas que acucian a nuestra sociedad siguen sin estar resueltos. Las mayorías absolutas han demostrado su ineficacia, hasta ahora. Quizá lo que se necesite sean buenos políticos (estadistas) que sean capaces de llegar a un diálogo con otras formaciones y que legislen de forma coherente y efectiva. En el camino del medio está la virtud y cuando se consiguen pactos para leyes con partidos de diferente signo, éstas suelen ser mejores. De hecho, nuestra democracia está basada en un gran pacto de todos los partidos democráticos y, aunque la Constitución no es perfecta, al menos se consiguió sancionar.
            Pero claro, eso fue hace muchos años, cuando el fantasma de la dictadura planeaba por encima de las cabezas de aquellos políticos. Los políticos de hoy sólo piensan en su sillón y sus posibles prebendas, por lo que un partido que gane las elecciones gracias a una ley electoral injusta nunca se le ocurrirá cambiar dicha ley, puesto que en las siguientes elecciones no saldría favorecido. Y esto ya lo han visto infinitud de españoles, que han decidido votar a partidos nuevos, cansados del inmovilismo de los partidos de toda la vida. La cuestión sería si algún día cambiaría esta maldita ley electoral un nuevo partido llegado al poder, porque también habría llegado a lo más alto impulsado por la misma.

            El Condotiero

viernes, 18 de diciembre de 2015

Prólogo y primer capítulo de mi novela Soviético



Prólogo

La noche tocaba a su fin, aunque no verían salir el pálido sol hasta, al menos, un par de horas más tarde. Solo tenía ganas de frotarse las enguantadas manos. Si pudiera, se frotaría el resto del cuerpo. ¿Cuánto frío hacía? Como mínimo, estaban a veinte grados bajo cero. Estar allí, sin resguardo alguno, protegido nada más que por unos sacos de tierra congelada y la hondonada que lo rodeaba, parecía una auténtica locura. Pero esas eran las órdenes: puesto de avanzada del frente.

―¡Eh! ¡Soviético! ¿Tienes algún cigarrillo? Aunque sea para calentarnos un poco—dijo una voz, dirigida a él. La oscuridad no permitía distinguir sus rasgos, pero por la voz sabía que era el Salmantino.
―El sargento dijo que nada de fumar, que se ve en la noche—respondió.
―Por si les da a esos cabrones por atacar, ¿no?—saltó otro, al que todos llamaban el Orejas—Yo solo tengo esta mierda rusa y ya estoy cansado. ¡Venga!, que tú siempre tienes algo bueno…si apenas fumas…

La guerra hacía extraños compañeros. El Salmantino era miembro de la Falange y, cuando llegó, alardeaba anunciando que él solito acabaría con todos los comunistas. Eso era antes, claro. El Orejas, en cambio, era el único que tenía experiencia de combate antes de alistarse. El problema es que había luchado por el bando equivocado, como gran parte de su familia, y esta era su penitencia, para expurgar su pecado. Aún así, allí acababan todos convirtiéndose en camaradas.

―Anda, tomad. Pero agachaos cuando fuméis—dijo, sacando un paquete blanco con letras doradas de uno de los bolsillos de su guerrera y lanzándoselo al Salmantino.
―¡Leches! ¡Un paquete entero de Juno!—se sorprendió el Salmantino, cuando cazó al vuelo la ansiada presa.
―¡Olé! ¡Siempre he dicho que el Soviético era el mejor guripa de la compañía!—aclamó el Orejas, satisfecho—¡Pásame uno!

Unas cuantas horas más y los relevarían. Con suerte podrían volver a calentarse. Nunca había pasado tanto frío como el que hacía en el norte de Rusia. El Orejas había combatido en la guerra de España y, aunque procuraba no hablar del tema, a él sí le había contado varias de sus experiencias, quizá porque sabía que su situación era parecida. Incluso llegó a reírse mucho cuando le confesó las razones por las cuales se había presentado voluntario. El caso es que el Orejas le había relatado sus vivencias padecidas en las trincheras durante el invierno del treinta y ocho, en el frente de Aragón, por lo que le había enseñado algunos de los trucos tan necesarios para que no se te «congele el alma», como solía decir.

―Llevan ya casi diez días diciéndonos que los ruskis están preparando una ofensiva contra nosotros, pero lo único que ocurre es que se nos están congelando los huevos. Yo creo que ni habrá ataque ni na de na—comentó el Salmantino, para después dar una larga chupada a su cigarrillo, iluminándosele la cara a la poca luz de la fría noche casi polar.
―Pues el capitán Oroquieta está muy seguro de que atacarán, tarde o temprano—replicó el Orejas—. Dice que nuestra posición es de vital importancia estratégica, ya que estamos sobre la carretera y el ferrocarril de Moscú. ¿Tú qué opinas, Soviético? Debes saber cómo piensan tus tovarich—tras lo cual se rió de su propio chiste, ya tan manido.
―Puede ser…—respondió de forma lacónica.
―No te metas con él, Orejas, que nos ha dado cigarrillos—le recriminó el Salmantino, prosiguiendo—. Lo que no puedo entender es que nosotros estemos en la parte más peligrosa de todo el frente, justo sobre la carretera. ¿No se supone que somos el batallón de reserva? Pues deberíamos estar en retaguardia, calentitos, y ya nos llamarían para acudir a cualquier posición atacada, para ayudar, como siempre. Pero no, aquí estamos y, además, de avanzadilla.
―No te quejes, Salmantino, ¿tú no habías venido a cazar comunistas?—le preguntó el Orejas, sonriente.
―¡Toma!, pues claro. Pero aquí lo único que voy a cazar es una pierna congelada, porque ni siquiera podemos levantarnos para moverlas.
―Hay demasiada tranquilidad los últimos días…—declaró él, con evidentes signos de preocupación.
―La calma que precede a la tempestad—auguró el Orejas—. Yo creo que el capitán tiene razón. Esos de ahí—señaló hacia el norte—llevan ya mucho tiempo quietecitos. Además, ¿os habréis enterado de lo del desertor, no?
―¿Qué desertor?—preguntó el Salmantino, con cara de no comprender nada.
―Ayer escuché que habían capturado a un desertor, un ucraniano por lo que parece, y confirmó lo de la ofensiva—explicó el Orejas.
―¿Y para cuándo?—el Salmantino se mostraba escéptico.
―Eso ya no lo sé, aunque ayer, ¿os acordáis de lo del pequeño bombardeo que sufrimos? Pues me encontré después con un conocido, el Lete, sí, ese que es enlace de artillería—aclaró el Orejas, ante la expresión interrogativa de sus compañeros—, y me dijo que tenía toda la pinta de un bombardeo de rectificación, para escoger bien los puntos a machacar.
―Deberíamos comprobar la MG…—propuso él.
―Sí, hombre. No tengo otra cosa que hacer que quitarme los guantes—se rió el Salmantino, que, como buen veterano de unos pocos meses, había aprendido a fumar con sus manos enguantadas.

El Orejas se puso en pie, después de tirar su cigarrillo Juno consumido. Él iba a imitarlo, cuando el primero dijo.

―Mirad, ya amanece. Se ven luces por detrás de Kolpino.

Era raro que amaneciese por el norte, fue lo primero que pensó. Además, aún faltarían unas buenas dos horas para ello. Estaba incorporándose cuando notó un ligero temblor bajo sus pies. Qué extraño.

―¡Al suelo!—escuchó gritar al Orejas.

Y la mañana sin luz se convirtió en un infierno. Se sucedieron explosiones por todo alrededor. Y un dolor en la cabeza. Mucho dolor y oscuridad. Una oscuridad infinita.

―¡Mamáaaaaa!—gritó Julio, incorporándose en su cama.
―¿Qué pasa, cariño?—llegó Laura corriendo a la habitación del niño, vestida solo con su camiseta de dormir. Se sentó en su cama y le abrazó—¿Otra vez las pesadillas?




1

Laura García Solera era la madre de Julio García Solera. Ya está. Eso es lo que podía poner en su curriculum vitae.

Laura había sido una chica guapa, alegre, extrovertida, estudiosa, buena compañera, amante de la música, de la playa, de la lectura, de la lectura en la playa…Ahora era una mujer de treinta y tres años, y madre responsable. O todo lo responsable que se podía ser en ese Cádiz sin futuro a la que la UNESCO había otorgado el título de «Capital del Paro». O al menos es lo que a ella le gustaba pensar, imaginándose la ceremonia oficial de entrega del título en el Salón de Plenos del Ayuntamiento, repleto hasta arriba de políticos, banqueros, constructores y sindicalistas, aplaudiendo con sus manos, las mismas que usaban para agarrar con fuerza toda comisión que revolotease cerca, con la sonriente alcaldesa recogiéndolo: un cartón dorado con las palabras «tengo ziete ijo y no tengo pa comé».

Año dos mil catorce, Cádiz. O año 7 d.c. (después de la crisis), Cádiz. La ciudad que vive de subvenciones y de Cáritas, pero donde la gente es feliz con su cervecita, su pescaíto frito, su playa y, sobre todo, sus carnavales. Pero Laura amaba su ciudad y, quizá por cobardía, nunca se había planteado el abandonarla y buscarse la vida por otros lares. Lo más cerca que había estado de haberse largado, y solo por unos meses, fue cuando le salió la oportunidad de apuntarse al Erasmus en Cracovia. Habría resultado apasionante, por todo lo que significaba el Erasmus, no porque le hubiera sido de mucha utilidad, profesionalmente hablando. Además, su polaco era tan bueno antes como ahora, diez años después. O sea, que no tenía ni idea. El embarazo de Julio rompió sus planes de viajar a Polonia. Como tantos otros. Ella tenía planificada toda su vida: Erasmus, fin de carrera, cursos de doctorado, doctorado, para terminar dando clases en la Facultad de Filosofía y Letras. Pero la vida le había planificado a Julio y todo lo demás se esfumó.

La madre responsable en la que se había convertido solo tenía tiempo para trabajar de limpiadora durante las mañanas en la casa de una viuda de buena posición venida a menos, situada en el barrio de Bahía Blanca, un barrio también de buena posición venido a menos. Y las tardes las alternaba limpiando las oficinas de una consultoría laboral y de un despacho de abogados. Con todo ello apenas llegaba a los seiscientos euros mensuales. Y en negro, aunque las oficinas en las que trabajaba parecieran legales a sus propios clientes.

Una madre también preocupada por las pesadillas de su hijo. Hacía al menos un año que no las sufría. La otra vez que le había ocurrido, Julio estaba a punto de cumplir ocho años y le contó historias extrañas que se asemejaban mucho a las vivencias de un soldado. Llegó incluso a plantearse la posibilidad de acudir a un psicólogo infantil, pero los precios eran prohibitivos. Por fortuna, las pesadillas acabaron remitiendo. Pero ahora, parecía que habían vuelto. Podría aprovechar que Julio era un poco más mayor para que le relatase detalladamente esos sueños. Algún significado debían tener. O no. Aunque lo más importante era averiguar la razón de que se reprodujeran de nuevo. Estaba muy de moda lo del «acoso escolar». Quizá una charla con su profesora no viniera mal, para informarse si Julio lo pasaba mal en clase. O tal vez fuera un problema de rebeldía. En un mundo donde todos los niños de nueve años ya tenían teléfono móvil con guasa, ordenador portátil, playsteishon y nosequé cuantas cosas más, su pobre Julio solo tenía un tablero de ajedrez sobre el que, de vez en cuando, echaba unas partidas con su madre.

―¿Ya está mi colacao?—preguntó Julio, entrando en la diminuta cocina de la pequeña casa que ocupaban solo para ellos dos.
―Sí, pero tómatelo rapidito, que ya vamos tarde—le apremió Laura.

Como todas las mañanas, al menos de lunes a viernes, Laura acompañaba a Julio al colegio. Solían ir andando, pues se ahorraban una buena cantidad si así lo hacían. Además, otra de las cosas que a Laura le encantaba era caminar por su ciudad y tampoco perdían tanto tiempo en ello, porque la distancia era de unos veinticinco minutos. Vivían en un cuchitril del barrio del Pópulo. Un piso casi destartalado que, antiguamente, había sido la típica casa de vecinos gaditana, siendo lo único que podía permitirse Laura. Aún así, se llevaba la mitad de su sueldo mensual. Con el resto, trescientos míseros euros, debía hacer encaje de bolillos para llegar a fin de mes: agua, luz, teléfono móvil, comida. No lo hacía mal del todo, lo de las finanzas, pensó. Si los políticos hubieran hecho lo mismo que ella en los años anteriores, otro gallo cantaría. Pero claro, entonces no podrían colgarse todas las medallitas mientras cortaban inútiles cintas inaugurando rotondas sobredimensionadas, aeropuertos fantasmas y autopistas a ninguna parte.

―Venga, Julio. Coge la mochila, que no llegamos—le instó Laura.
―¡Otra vez dos madalenas para el recreo!—se quejó Julio—¿Por qué no puedo llevar unos donuts, o un bollicao, como el resto de los niños?
―Había uno sobre la mesa, pero como has tardado tanto, se lo han comido los ratones. ¡Vamos!
―¡Qué mentirosa eres, mamá! ¡Siempre me dices lo mismo!

El trayecto a esas tempranas horas fue el mismo de los últimos días. Pisaron la calle, salieron a la Plaza de San Juan de Dios, cortaron por el barrio de Santa María y llegaron a la «Avenida», después de pasar bajo las Puertas de Tierra, que eran los restos modificados del antiguo glacis defensivo de la ciudad y que delimitaban el Cádiz viejo del moderno.

―¿Qué recuerdas de la pesadilla?—preguntó Laura, mientras caminaban.
―No sé. Eran unos hombres hablando. Iban vestidos de gris, pero estaban muy sucios. Y se pusieron a fumar. Apenas se veía nada.
―¿Eran como los que soñabas la otra vez? ¿Te acuerdas?
―No mucho, mamá. Pero creo que sí.
―¿Hablaban entre ellos?
―Sí. Algo de que iban a atacar o les iban a atacar…puede. No estaban muy seguros. Estaban rodeados de nieve y hacía mucho frío, eso sí que lo recuerdo.
―¿Y qué más?
―Pues…no sé…¿Qué es soviético?
―¿Soviético? ¿Uno era soviético?
―Sí, eso me pareció. O yo era soviético. Porque lo veía como si fuera él.
―¿Toda la pesadilla la viste como si tú fueras ese soviético?
―Sí, más o menos…
―Entonces eran rusos—concluyó Laura.
―¿Qué es soviético? No me lo has dicho.
―Ah, es verdad. Soviéticos eran los habitantes de Rusia hace unos años, cuando eran comunistas. El país se llamaba Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por lo que a sus habitantes se les denominaba soviéticos.
―Ah…O sea, que los rusos eran soviéticos, pero ahora no.
―Eso es. Ahora son rusos. Aunque antes también lo eran—intentó aclararle Laura a su hijo, dejándolo más confuso si cabe—¿Tú los entendías?
―Sí, perfectamente, ¿por qué?
―Tú ya sabes que los rusos hablan ruso, ¿no? ¿No te han enseñado eso en el colegio?
―Pues estos rusos hablaban español perfectamente, aunque decían algunas palabras que no entendía. Pero sí las entendía.
―A ver, explícate mejor...
―No sé, es difícil…Que ahora que lo pienso, no entiendo todo, pero cuando estaba en el sueño sí lo entendía, como si fuera una de ellos. Como si fuera el soviético ese…
―¿Y qué pasó después?
―Explosiones. Era de noche, pero empezaron las explosiones y se hizo casi de día. Era muy raro. Y ya está.
―¿Cómo que ya está?
―Sí, que ahí se acabó. Noté un fuerte dolor de cabeza y se puso todo oscuro. Y ahí me desperté.
―Ya…Oye, Julio…Si alguien se portase mal contigo en el colegio, me lo dirías, ¿verdad?—le preguntó Laura, al recordar su idea del acoso.
―No te lo diría porque me tomarían por chivato. Pero yo me llevo bien con los demás niños, mamá.
―No es que me dejes muy tranquila, la verdad…
―Mamá…
―¿Qué?
―Que ya estamos en Varela…
―Ah…es verdad, que no quieres que te vean conmigo. Anda, dame un beso y sigue tú solo.

Julio se encaminó a la puerta de su colegio, el colegio público Carola Ribed, después de haber dado el beso requerido por su madre. No se podía quejar. Podría haber sido peor. Era un buen niño. Cariñoso y listo. Y guapo, aunque claro, ella era su madre. Qué iba a pensar sino. Pero había sacado el pelo negro y los ojos verdes de su padre. Del desgraciado de su padre. Peor para él, porque se estaba perdiendo a un hijo estupendo. Aunque él tenía otros tres hijos, con su esposa. También había sido mala suerte toparse con él, con lo bien que le habían ido a ella las cosas hasta entonces. Pero se tenía que haber encaprichado del profesor más guapo de toda la facultad. Y mira que había profesores gais en Filosofía y Letras. Y los gais suelen ser guapos. Pues no, en este caso el más guapo era hetero y, además, un golfo. Después de quedarse embarazada y que él la rechazase, se enteró de que disfrutaba de cierta fama de rompecorazones. Aunque, en su caso, fue de rompefuturos.

***

La noche anterior había llegado al pueblo natal de su padre. Había estado en esa pequeña localidad varias veces en su vida, por motivos familiares. Aún conservaba tíos segundos allí, aunque no aquel por el cual le habían puesto su nombre, al haber fallecido de tuberculosis siendo aún un niño. Él había nacido en Tarancón, la población más grande de la zona, a unos escasos veinte kilómetros al norte de donde se encontraba ahora. Pero esos veinte kilómetros podían significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Su padre era abogado, bien posicionado social y económicamente hablando. Y eso era muy peligroso en ese lado de España. Ni sus padres ni él mismo, siendo aún un adolescente, tenían inclinaciones políticas de ningún tipo. En todo caso, Teófanes, su padre, había estado muy contento el día que se proclamó la república, hacía unos años. Como persona preparada y no muy creyente, era de los que opinaba que su país estaba muy por detrás del resto de naciones europeas. Lo achacaba al analfabetismo de las masas y al aprovechamiento que los curas hacían de esa circunstancia. Pero quién iba a decirles que, siendo como eran una familia liberal y para nada monárquica o de inclinaciones fascistas, se verían en la obligación de salir huyendo de su casa, buscando un lugar más seguro, a solo veinte kilómetros.

El detonante para el precipitado empacado de sus maletas había sido el haberse enterado, por un amigo, del fusilamiento, un par de días atrás, de Antonio y Pepe, padre e hijo, ambos procuradores y vecinos de Tarancón. Su padre mantenía buena amistad con ellos, a los que conocía por motivos profesionales, aunque también tenían cierta relación de parentesco con algunas familias de su pueblo, por lo que podrían considerarse casi como unos parientes lejanos.

El amigo de su padre, perteneciente al Comité, le contó, confidencialmente, que el único delito de los procuradores había sido tener un coche. Al parecer, cierto tiempo atrás, lo habían usado para trasladar a una vecina hasta un hospital de Madrid, ya que presentaba unos fuertes dolores en su abdomen. Resultó ser una apendicitis, de la que fue operada y salvó su vida. El marido de la vecina, lejos de estar agradecido, denunció a los procuradores por ser unos «señoritos con coche», en ese primer mes de la guerra, convertido en un esquizofrénico devenir de falsas acusaciones donde vengar supuestas rencillas y dar salida a las sempiternas envidias que siempre han corroído a los españoles. Quien sabe, quizá ese marido estaba deseando librarse de su esposa y los procuradores lo impidieron, al conseguir llegar a tiempo a un hospital.

Su padre no necesitó que su amigo le contara la historia dos veces. Ese mismo día cogieron su coche, pues también tenían uno, y se trasladaron a la casita que tenían en el pueblo. No es que estuvieran a salvo de sufrir el «paseíllo» por haberse mudado, pero sí tenían conocimiento que en ese primer mes aún no había habido ningún fusilamiento, mientras que en Tarancón ya llevaban unos cuantos.

Y allí estaba ahora, en un perdido pueblo de la soleada Mancha castellana, con poco más de setecientos vecinos, y con un incierto futuro por delante. ¿Qué pasaría ahora con el colegio? ¿Podría volver a él después de las vacaciones veraniegas? ¿Eso que tenía eran vacaciones veraniegas o un autoexilio? Aún así, debía sentirse afortunado por que todo eso del «levantamiento» y la guerra hubiese ocurrido en julio, cuando ya él estaba en Tarancón, con sus padres. Hacía solo unas semanas que había vuelto de Madrid, donde residía como interno para poder asistir a la Institución Libre de Enseñanza. Había sido una cabezonería de su padre, que quería un próspero futuro para su hijo y no lo veía en las escuelas a las que podía asistir en la pequeña Tarancón.

Después de dar varias vueltas más en su cama, se levantó. Aún era temprano. Se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz y echó un poco de agua en la jofaina, con la que se lavó la cara. Se debía acostumbrar a que allí no hubiera agua corriente, a diferencia de su casa de Tarancón o la residencia de estudiantes de Madrid. La noche anterior, nada más llegar al pueblo, su madre le encargó que cogiera agua de la Fuente del Pilarejo, que quedaba apartado de aquel. Tenía su gracia que un pueblo cuyo nombre comenzaba por la palabra Pozo no dispusiera ni de agua corriente ni de pozo dentro del pueblo, excepto el que usaban las acémilas, cuya agua no era potable, solo servía para fregar.

Se miró en el espejo y este le devolvió la cara de un desconocido. ¿Quién era? No conocía a ese muchacho. O sí, pero era la primera vez que lo veía. «Julio», escuchó que alguien decía, mientras se seguía investigando en el espejo. «Julio, despierta ya cariño».

Y Julio despertó, pero en otra cama diferente de la otra de la que se había levantado hacía poco. Y su madre estaba a su lado. Su madre la de siempre. Y le daba un beso.

―Buenos días. ¡Qué cara tan rara tienes! ¿Qué te pasa?
―Nno…na…nada…que he vuelto a soñar…
―¿Otra pesadilla?—preguntó Laura, preocupada.
―No. Pero ha sido muy raro. ¿No puedo seguir durmiendo?

Laura se rió y se quedó más tranquila. Que no hubiera sido una pesadilla ya era algo bueno. Tal vez.

―No, venga, gandul, que hay que ir al colegio. Vamos, que es viernes. Mañana podrás dormir más.

El ritual fue el mismo de todas las mañanas, incluida la queja habitual de Julio por encontrarse con dos magdalenas para el recreo.

Esta vez Laura le preguntó antes, pues veía que su hijo estaba bien. Iban callejeando por el barrio de Santa María cuando inició la conversación.

―Cuéntame ahora, Julio, eso de que tu sueño ha sido muy raro. ¿Has soñado hoy también con el soldado ruso aquel?
―No. Eso es lo raro. Era otra persona, creo, un chico, más mayor que yo. Tendría catorce o quince años. Y era español. Pero lo raro es que he sentido lo mismo que cuando soñé con el soviético.
―Explícame eso de que has sentido lo mismo—le acució Laura.
―Sí. Era como si el soviético y ese niño fueran la misma persona. Incluso vi su cara, o mi cara, porque me estaba mirando a un espejo.
―¿Y como era?
―No sé…más alto que yo, porque es mayor…y rubio, no muy rubio, pero sí con el pelo claro. Estaba empezando a salirle un bigotillo…—y Julio se puso a reírse, recordándolo.
―¿Y era guapo?
―No sé, mamá, qué cosas tienes…pero sus ojos eran azules. En eso sí me fijé.
―¿Por qué dices que era español?
―No estoy seguro, pero me dio esa sensación. Además que pensó algo de un colegio de Madrid, la institución nosequé
―¿La Institución Libre de Enseñanza?—cayó en la cuenta Laura.
―Sí, eso es. ¿Cómo lo has sabido?
―Porque se habló de ella en Historia de la Literatura, una asignatura que yo tenía en la Facultad. Era un colegio, no sé como explicártelo, un colegio como el que tú vas ahora, pero que se fundó hace muchos años.
―¿Y qué importancia puede tener un colegio como el que yo voy ahora?—Julio no lo podía entender.

Laura se quedó mirando a su hijo. El pobre, era tan pequeño y debiendo hablar de sueños que quizá ni un adulto entendería. Se pararon en el semáforo de la Cuesta de las Calesas y lo cruzaron cuando se puso en verde.

―Es que en esa época muchos colegios eran de la Iglesia, pero los que eran públicos, como al que tú vas, también tenían enseñanza religiosa. Además, la gran mayoría de los colegios estaban diferenciados entre niños y niñas. Sobre todo los religiosos, porque en los colegios de curas estudiaban los niños y en el de monjas, las niñas. La Institución Libre de Enseñanza era como tu colegio, donde vais niñas y niños juntos y no hay curas ni monjas y la enseñanza es aconfesional, es decir, que no se estudiaba religión ni nada por el estilo.
―O sea, que antes todos los colegios eran como San Felipe o Las Esclavas, ¿no?—ató cabos Julio.
―Sí, pero peor. Ahora los colegios de curas y monjas también son mixtos, pero antes no lo eran, aunque no creas que hace mucho que eso ha cambiado. Puede que unos veinte años.
―¿Y por eso eran peor?
―Bueno, sí, por eso y también porque los curas y las monjas tenían las manos muy largas…no todos, pero sí muchos de ellos. Y los profesores de los colegios públicos también—ante la cara de incomprensión que vio en Julio, Laura prosiguió—. Lo que quiero decirte es que antes los maestros les pegaban cachetadas a los niños que se portaban mal en el colegio.
―Entonces sí que era peor…
―¿Quién sabe? Habría alguno que le gustara pegar a los niños, otros solo les pegarían cuando se lo hubieran merecido. Una bofetada a tiempo arregla muchas cosas.
―Mamáaaaa…
―O sea, que ese niño con el que soñaste era de Madrid, ¿no?—cambió de tema Laura, al haberse metido en un peligroso jardín.
―No, no era de Madrid. Creo que estudiaba en ese colegio en Madrid y que estaba de vacaciones cuando empezó una guerra. Él era de otro sitio…¿Tarancón? Sí, podría ser Tarancón. Nunca lo había oído, aunque tampoco estaba allí cuando soñé con él, estaba en un pueblo cercano cuyo nombre tenía que ver con Pozo y, creo, que algo más…
―Tarancón es un pueblo de la provincia de Cuenca. El Pozoese no lo sé, pero si está cercano ya me enteraré de cuál es. ¿Qué más? Que ya nos acercamos a Varela.
―Algo de fusilamientos, procuradores y abogados. Uno que era de un comité. Ya no recuerdo nada más…
―Está bien…pero, ¿tú cómo te sentiste? ¿Lo pasaste mal?
―No, mamá, ya te lo dije. Era como un sueño, no una pesadilla. No sé, como si sintiese lo que sentía él, ya está.
―¿Y qué sentía él?
―Estaba asustado. Tenía miedo de lo que le podría ocurrir, a él y a sus padres. Y el padre tenía un nombre muy raro, sí, Teofasio o algo por el estilo…Mamá, Varela…
―Vaaaale…anda, dame un beso…

Laura se despidió de Julio y se dio la vuelta, para encaminarse a casa de doña María. Aunque fuese viernes y el último día de la semana escolar de Julio, ella debería acudir también al día siguiente, aunque un poco más tarde. Quizá esa noche pudiera investigar algo por Internet. Hacía un par de años que había comprado un ordenador portátil de esos que había «regalado» la Junta de Andalucía a los niños, como complemento escolar. Su hijo era demasiado pequeño cuando los dieron, por eso no tuvo la suerte de que le tocara uno. No es que tampoco fueran muy buenos. Solo disponían de lo básico, pero a ella le bastaba para poder robarle wifi a un vecino incauto que no tenía protegida su señal. No le quedaba más remedio, si quería estar conectada con el mundo, porque no quería gastar dinero para pagar una línea de Internet. Lo veía más como un lujo que como una necesidad. De hecho, el ordenador de la Junta lo había comprado en el rastrillo por solo cincuenta euros. Y, aún así, le había supuesto un sacrificio.

Lo que sí tenía claro era que la guerra del verano, junto con la Institución Libre de Enseñanza, le daban como resultado la guerra civil española. Si a eso se sumaba el tema de los fusilamientos, era más que seguro. Pero, ¿qué relación podría haber entre la Guerra Civil y un soviético? Quizá pudiera tratarse de uno de los rusos que llegaron a España como asesores del gobierno supuestamente legal. Primero llegaron como asesores y luego pretendieron quedarse con todo, hasta con el famoso «oro de Moscú». Por llevarse, se llevaron hasta un montón de niños, con la vana esperanza de sus padres de que estarían mejor en la URSS que en una España dictatorial. Los años posteriores les demostraron cuán equivocados estaban. ¿Cuántos de esos niños, ya jóvenes, murieron defendiendo el estalinismo contra las hordas nazis, en la Gran Guerra Patriótica? Laura pensaba que eran dos ideologías por las que no merecía la pena luchar y, menos, sacrificar tu vida.

Ya llegaba a casa de doña María, en un decadente edificio de Bahía Blanca. Hoy era viernes, por lo que tocaba limpieza de cuadros. Ese día siempre le venía a la memoria lo del horror vacui. ¿Cómo era posible que en un piso de unos cien metros cuadrados hubiera más de cien cuadros? Parecía una pinacoteca y ella debía pasar el plumero por todos y cada uno de ellos, todos y cada uno de los viernes. Laura, como aficionada al arte, aunque fuese a través de su portátil de la Junta, porque nunca había podido viajar, hubiera quemado al menos el noventa por ciento de los cuadros de la vieja. No valían nada y, además, ofendían su buen gusto. Suponía que muchos de ellos solo eran meras excusas para poder colgar los marcos, que eran todos muy elaborados y tenían que haber costado una fortuna en su época. Ahora no tanto, porque casi todos estaban apolillados, excepto aquellos cuyas maderas eran nobles. En fin, ella debía ganarse la vida, y había peores maneras que la suya. O eso creía.

Doña María era la viuda de uno de los «marinos ilustres» de la nación. Su marido, de familia de rancio abolengo, había llegado a capitán de navío y había sido nombrado director del Instituto Hidrográfico de Cádiz. Era otro de los quehaceres de Laura todos los viernes, limpiar el despacho del omnipresente capitán de navío. Hacía ya unos treinta años que había colgado sus galones para depositarlos en su ataúd, pero la vieja quería que su despacho se mantuviera como por entonces. Y a ella le tocaba limpiar un despacho que mostraba, por doquier, también con horror vacui, multitud de cartas náuticas y portulanos. Laura, como estudiante que había sido de Geografía e Historia, los había observado con fruición, pero ahora ya no les prestaba atención alguna, excepto para pasarles el plumero.

―¿Te has enterado de lo del político corrupto ese?—le preguntó doña María, nada más entrar en la casa.
―¿Cuál de ellos, señora? Hay tantos…
―Si es que no sé dónde vamos a ir a parar…lo que yo te diga, esto en tiempos del Caudillo no pasaba…
―Sí que pasaba, señora, pero no nos enterábamos…o no os enterabais, porque yo aún no había nacido—respondió Laura, sonriendo.
―Claro, me vas a decir tú lo que pasaba o no pasaba, cuando me reconoces que ni siquiera habías nacido—hoy la vieja tenía ganas de jarana. Quizá esta era una de esas mañana que en lugar de rezar el rosario nada más levantarse, cantaba el Cara al Sol.
―No, no lo he vivido, señora, pero jamás se ha visto que una dictadura sea menos corrupta que una democracia. Sí puedo estar de acuerdo en que había muchas menos manos para meterlas en las cajas, que también estaban más vacías, pero ya está.
―Lo que tú digas. ¡Ayyyy!, si Franco levantara la cabeza…
―Pues se le caería, señora, que lleva casi cuarenta años muerto—respondió Laura, riéndose por lo bajo.
―¡Roja! ¡Eso es lo que tú eres! ¡Una roja! Venga, a tus tareas. Ya sabes, los cuadros—por fortuna, doña María no quería seguir hablando de política.
―Lo que usted mande, señora.

Esa misma noche era perfecta para ponerse a investigar un poco, después de cenar. Los viernes no echaban gran cosa en la tele y ella era ferviente retractora de programas como los que ponían en el canal que tenía sintonizado en el número cinco. Le parecía indignante que una «parada de monstruos» como esa mostrase sus vergüenzas y desvergüenzas públicamente, con teatrillos de lo más chabacano y que, por ello, algunos de esos «monstruos» cobrasen más que un ingeniero, un cirujano o un arquitecto. Pero más indignante le parecía que una gran cantidad de españoles se quedaran pegados a las pantallas disfrutando de las miserias ajenas, quizá porque, al ser ajenas, mitigaban las propias.

Encendió el portátil de la Junta y se conectó a Internet, mediante el wifi mangado al vecino. Abrió el «gugle» y comenzó a navegar. Lo malo de las búsquedas por Internet es que, si no te andabas con cuidado, acababas en las páginas más insospechadas, terminando por olvidar qué era lo que te había llevado hasta allí. Navegar por Internet. Laura prefería llamarlo naufragar por Internet.

Se le ocurrió teclear «poblaciones de la provincia de Cuenca». Le salió un listado de páginas posibles y eligió pinchar una de ellas. Era una curiosa página en la que salía el listado completo de los pueblos de esa provincia. En seguida se dio cuenta de la diferencia fundamental entre las poblaciones de la provincia de Cádiz con las de esa provincia manchega. En Cádiz hay menos pueblos pero con muchos más habitantes. En cambio, en Cuenca había multitud de pueblos de sólo cien habitantes. Hizo un recuento, solo por diversión, y le salió que en Cuenca había casi doscientas cincuenta poblaciones. Por el contrario, en Cádiz no llegaban a cincuenta.

Se fue a los pueblos de Cuenca que empezaban por «Pozo». Vio que había cuatro. Qué poco originales, fue lo primero que pensó. Primero estaba Pozoamargo, con trescientos ochenta y seis habitantes. Después había otro cuyo nombre era Pozorrubielos de la Mancha, con trescientos diecisiete vecinos. El tercero era Pozorrubio de Santiago, con cuatrocientos doce. ¡Guau!, este pueblo era grande, se rió. El último se denominaba El Pozuelo, con ciento seis personas empadronadas allí. Era un buen comienzo, pero seguían siendo cuatro los posibles.

Recordó que Julio le había comentado que ese pueblo que empezaba por «Pozo» estaba cerca de Tarancón. Se le ocurrió buscar una página de distancias entre pueblos y dio con ella. Fue poniendo en un lado Tarancón y en el otro uno de los cuatro pueblos de la pequeña lista. Cuando acabó, el resultado final fue: Tarancón-Pozoamargo, cien kilómetros; Tarancón-Pozorrubielos de la Mancha, ciento uno; Tarancón-Pozorrubio de Santiago, veintidós; Tarancón-El Pozuelo, casi noventa y dos. Parecía que Pozorrubio de Santiago vencía por una cabeza. Debía tener en cuenta que las distancias en esa época eran diferentes a las de hoy en día, en que las carreteras son mucho mejores. Debía ser Pozorrubio.

Laura se levantó de su asiento y fue hacia la habitación de Julio. Suponía que no estaría durmiendo aún, pues el día siguiente era sábado y no tendría colegio. Lo vio en su cama, leyendo. Y fue una imagen gratificante. Sí que es verdad que los niños imitan a sus mayores. Cuántas veces habría visto Julio leer a su madre. Ella no podía despilfarrar comprando libros, si esa fuera la expresión exacta, pero siempre había al menos un par de ellos en casa, cogidos de préstamo en la biblioteca cercana al edificio de la Diputación.

―¿Qué lees?—preguntó Laura desde la puerta del dormitorio, viendo a Julio pegar un respingo en ese momento.
―Ay, mamá, qué silenciosa eres. No te había escuchado. Es el primero de Harry Potter, que me lo ha dejado Alejandro.

A Laura le pareció gracioso que Alejandro le dejara un libro a Julio. Su hijo no sabía que ella le había puesto ese nombre por Julio César, uno de sus personajes históricos favoritos. Otro era Napoleón, el padre de la nación francesa, pero no podía ponerle ese nombre a su hijo, con el cual quedaría marcado para toda la vida y sería el hazmerreír en el colegio. Los niños eran muy crueles.

―Muy bien. Así me gusta, que leas. ¿Es divertido?
―Sí, eso parece. Acabo de empezarlo.
―Julio, te quería preguntar. A ver—Laura se acercó y se sentó en la cama de su hijo—. ¿Te acuerdas del nombre del pueblo donde estaba el chico ese de tu sueño?
―Nunca lo dijo, mamá…
―¿Podría ser Pozorrubio de Santiago?
―¿Pozorrubio de Santiago? ¡Sí! Sí, mamá, creo que es ese. O al menos tengo la sensación de que sí. ¿Cómo lo has averiguado?—Julio estaba sorprendido.
―¿Qué te crees? ¿Qué tu madre es tonta? Aquí donde me tienes, soy una auténtica Hércules Poirot—le dijo Laura, sonriendo.
―¿Quién es ese Hércules Puaró?
―Un detective muy bueno. Pero no existió, es solo un personaje de novela. Puedes leer un poco más, pero no hasta muy tarde, ¿eh?

Laura, como toda madre, pues parecía que eso venía con los genes XX, arropó a Julio y le arregló la cama, dejándolo como si fuera Tutankamón, para después darle un beso de buenas noches y volver junto al portátil, que lo tenía en el salón, saloncillo más bien.

Trasteó un poco más por Internet, aprovechando la generosidad ajena. Revisó un poco por páginas que hablaban de la Institución Libre de Enseñanza y se dio cuenta que esta no había desaparecido en mil novecientos treinta y nueve, con la victoria de las tropas franquistas en la Guerra Civil, sino que había dejado de funcionar tres años antes, con el inicio de esta. Le pareció curioso que sus alumnos se quedaran sin clases los casi tres años que duró la Guerra Civil. Y si dejó de funcionar un colegio liberal como la Institución Libre de Enseñanza, ni que decir tiene qué ocurriría con todos los colegios de curas y monjas que habría en el lado republicano. Y recordaba que Julio le había contado que aquel chico rubio estaba estudiando, aunque estuviera de vacaciones en esos momentos. La Guerra Civil estalló un dieciocho de julio, en pleno verano, así que ese chico se quedaría sin colegio el resto de los años. De eso no se solía hablar en las tertulias ni en los estudios que ella había leído sobre esa interesante aunque vergonzante época, pero había que reconocer que una generación entera de adolescentes sufrió una enorme merma en su crecimiento intelectual y eso, a la larga, pasaría factura a un país pobre en intelectuales, o con un gran número de analfabetos. Eran otras víctimas de la Guerra Civil.

Deseando que Julio pudiera pasar una noche tranquila, sin pesadillas ni sueños extraños, Laura apagó su portátil y se fue también a la cama. Aunque en el fondo sí que tenía cierto inconfesable deseo de que su hijo avanzase en la interesante historia que se abría paso por sus vidas.