miércoles, 4 de noviembre de 2015

Remordimientos (relato corto)



           Varias gotas de sudor perlaban su frente, aunque esa mañana de otoño no era precisamente calurosa. Tenía sus miembros entumecidos, al mantener la misma postura por más de dos horas y debido a la poca calidad de la ropa con la que se cubría. Recordó el momento en que se la probó, solo tres días atrás, ¿o había sido noventa y nueve años después...? «Qué cosas», pensó, dándole vueltas a la locura en la que se veía inmerso.

            Tocó de nuevo su fusil de alta precisión XM2020, como para cerciorarse que seguía estando allí. Su contacto duro y frío lo ayudó a relajarse. Debería estar acostumbrado a acechar desde posiciones ocultas, pues lo había hecho en multitud de ocasiones tanto en Irán como en Corea del Norte, pero esta no era una misión cualquiera. Esta era la gran misión. «¡Qué curioso!», se dijo, observando a su alrededor una ciudad llena de color. Las dos últimas semanas había estudiado a fondo la ciudad, a través de montones de fotografías, pero todas eran en blanco y negro. Ahora, debajo de él, se erguía una Munich rebosante de color.

            Judah Beigberwitz comenzó a rememorar el día, hacía un par de semanas, que llegó a su apartamento de Nueva York, procedente de la difusa frontera entre las dos Coreas, aprovechando un permiso que le habían concedido por haber conseguido abatir su presa número quinientos. Era considerado el mejor francotirador de todo el ejército de Estados Unidos y para ello no era la puntería ni la sangre fría la mejor cualidad, sino que era la absoluta falta de remordimientos. Eso lo había aprendido después de muchos años, junto al capitán McDonald, el mejor «cazador» que había conocido, cuando empezó en esto, allá por la guerra de Afganistán. Habían pasado casi veinte años, por lo que ya no era un joven alocado, más bien era un hastiado oficial, sin nadie a quien mandar, excepto a su conciencia.

            Cuando estaba metiendo la llave en la cerradura de su apartamento, tenía en mente descansar durante esos días de permiso, mientras se replanteaba su futuro, pues se sentía exhausto de esa vida solitaria y cansado de matar desde mil metros de distancia, sin que el objetivo, despersonalizado, se imaginara que estaba viviendo los últimos instantes de su existencia. Quizá fuese una manera cobarde de matar, sin mirar a los ojos a su supuesto enemigo, pero era su forma de combatir: la que había aprendido y la que sabía hacer mejor que nadie en el ancho mundo, solo discutido por Boris Borisenko, el antiguo spetsnaz ruso, del cual tenía una fotografía colgada en la pared del apartamento, cuya puerta estaba a punto de abrir, con su inconfundible fusil ORSIS T-5000, más preciso aún que el que él solía usar.

            Pero su divagación fue cortada en seco por sus sentidos, que, en estado de vigilancia permanente, le alertaban de que había alguien en su casa. Aún no había cerrado la puerta de entrada y podía huir, pero una voz le detuvo:

—No se asuste, señor Beigberwitz. Pertenezco al servicio secreto.

            Judah se volvió de nuevo, encarando al intruso y observando que este había sacado a relucir su billetera, que, abierta, mostraba su carné que confirmaba su pertenencia al servicio secreto de los Estados Unidos de América.

—Mi nombre es Farrell, Don Farrell—comentó el agente, impulsando a Judah a alzar la comisura derecha de su boca, a modo de sonrisa, por la obligada comparación con Bond, James Bond.
—¿Y qué hace aquí, en mi casa?
—Disculpe la intromisión, señor Beigberwitz, pero se trata de un asunto de suma importancia y creemos que podría ser también de su interés. Pase al salón, si no le importa, y mi compañero le contará de qué va todo esto—solicitó el agente Farrell, con unas formas muy educadas.

            «¿Compañero?», se preguntó Judah. «Así que hay más de uno en mi apartamento». Se quedó mirando al sujeto que tenía delante, envarado y bien vestido, con el pelo que comenzaba a escasear y ademanes elegantes.

            Acto seguido, Judah pasó al salón de su casa, donde observó que, efectivamente, había otro individuo allí, sentado en el solitario sillón que había en su desolado salón, que, junto al televisor de 52 pulgadas, eran los únicos muebles que necesitaba, o creía necesitar. El segundo intruso, de vestimenta menos pulcra y grandes gafas de carey, se levantó tal y como Judah entró y este le echó una mirada de las que suele hacer a través de su mira telescópica. El objetivo avanzó un par de pasos y extendió su mano.

—Soy el profesor Pfeferberg. Encantado de conocerlo, señor Beigberwitz.
—¿Es usted judío?—preguntó Judah, al escuchar el apellido del profesor.
—No, que yo sepa. Tampoco es la primera vez que me hacen esa pregunta, pero usted sí lo es.
—Muy bien, están en mi casa sin mi permiso y, por lo que veo, también han escarbado en mi historial, ¿me van a decir de una vez qué demonios quieren de mí?—preguntó Judah con cara de pocos amigos, tras lo cual depositó en el suelo el macuto color arena que portaba al hombro izquierdo, como percatándose en ese momento que aún lo llevaba consigo.
—Por favor, señor Beigberwitz, sea paciente. No le robaremos mucho tiempo. El profesor debe hacerle unas preguntas para asegurarse que usted es la persona adecuada para su «estudio». Si no lo es, no volverá a vernos nunca. Si, en cambio, es la persona que necesitamos...que su país necesita—se corrigió el agente Farrell—, le dejaremos descansar y nos iremos, para vernos bastante a menudo en los próximos días.
—Está bien. Dispare—claudicó Judah, mirando al profesor.

            A falta de asientos que tomar, los tres hombres permanecían de pie, encarados entre sí, con todas las paredes de un blanco impoluto, a excepción del gran aparato de televisión, apagado, que se encontraba a la izquierda de Judah.

—¿Qué me respondería usted si le preguntase si estaría dispuesto a matar a Hitler antes de que tuviera la oportunidad de llegar al poder?—soltó de repente el profesor.
—Estooo...¿está hablando en serio?—la cara de Judah reflejaba la misma sorpresa que sus palabras.
—Digamos que esto no es una conversación oficial, solo oficiosa—aclaró el agente Farrell—. Puede usted responder a la pregunta, por favor.
—¿Me están diciendo que podría viajar al pasado y matar a Hitler?—volvió a preguntar Judah, que no las tenía todas consigo.
—No—negó el profesor, también con su cabeza, dando más énfasis a su negativa—. No, señor Beigberwitz. No le estoy diciendo que se pueda hacer, le estoy preguntando si usted lo haría si pudiera. Sabemos que es el mejor francotirador del ejército de Estados Unidos, quizá del mundo, y también sabemos que su abuela era alemana, una niña que fue la única superviviente de su familia, que estuvo en el campo de Theresienstadt. Usted existe de milagro, señor Beigberwitz, porque su abuela podría haber muerto mucho antes de que usted tuviera siquiera la más mínima posibilidad de nacer.

            Los recuerdos afloraron a su mente de forma dolorosa. Su queridísima abuela Libi, que había muerto hacía cosa de diez meses, a la respetable edad de noventa años, había sido más su madre que su abuela, pues su única hija había muerto al alumbrar a Judah y su abuelo Ezra había fallecido en un accidente de tráfico cuando él contaba con apenas siete años.

—¿Qué me responde, señor Beigberwitz?—insistió el profesor, sacándole bruscamente de su ensoñación al pasado.

            Los días posteriores a ese encuentro habían resultado ser una locura completa, pues finalmente había accedido a la propuesta del profesor. Le explicaron que habían inventado una pequeña máquina que permitía el viaje al pasado. Posiblemente también al futuro, aunque aún no lo sabían con seguridad. Era pequeñita, como un reloj de bolsillo, pero para su funcionamiento requería tal cantidad de energía que la hacía prohibitiva para su uso cotidiano. La ventaja de la máquina, al no ser grande e inamovible, era que la vuelta lo hacía a un lugar previamente programado, con la energía acumulada en la misma, pues no se podía esperar que en un pasado remoto se consiguiese la energía necesaria para ponerla en marcha.

            ¿Por qué había dicho que sí a semejante locura? Quizá solo fuera por la promesa de retirarle del servicio activo, con una pensión acorde a su rango, también ascendido, pero sabía que se engañaba. Su abuela Libi le había relatado los horrores vividos en la Alemania Nazi. Ella tenía siete años la noche en que los hombres de marrón destrozaron la librería que su padre tenía en el centro de Berlín y, a partir de entonces, todo había ido a peor. El hambre, el frío, las humillaciones y, por último, el campo de Theresienstadt, al que su padre no había llegado por haber tenido la suerte de morir antes. Su madre y su hermana mayor sí que murieron allí, dejándola a ella sola y abandonada. Por fortuna, después de la guerra fue trasladada a Estados Unidos, donde pudo rehacer su vida. Su abuela Libi consiguió tener dos vidas: la de la mujer sencilla y sensata del día y la de la mujer atormentada por los fantasmas de su pasado durante la noche. Definitivamente, si Hitler no hubiera existido, el mundo habría sido mejor. ¿Y qué perdía él por intentarlo? Había matado a cientos de personas sin conocer su vida, sin saber si eran buenos o malos padres, buenos o malos hijos, buenos o malos vecinos... Matar a un monstruo como Adolf Hitler se le antojaba más humano, más humanitario.

            Lo equiparon con un prototipo del fusil XM2020, que mejoraba sustancialmente al XM2010 que él estaba acostumbrado a usar. Las ropas que le dieron, pobres y raídas, serían el disfraz perfecto para pasar inadvertido en ese Munich deprimido de la posguerra de la Primera Guerra Mundial. Su cabello negro, ojos azules, piel blanca y su perfecto alemán, aprendido de su abuela, complementarían el disfraz y eran las cualidades que el profesor había buscado para su «estudio».

            El día 4 de julio de 2022, solo tres días atrás, fue su salto geográfico y temporal. De Nueva York pasó a las afueras de Munich, cayendo el día 6 de noviembre de 1923. El plan estaba estudiado hasta el más mínimo detalle. Tenía dos días y medio para encontrar un lugar lo suficientemente apartado de la Odeonplatz para que no resultase sospechoso, un lugar alto desde el cual se dominase la entrada a la plaza del Odeón, con una vista perfecta de su entrada sur, por la que vendría la comitiva. La azotea de un edificio situado a 1000 metros de la plaza, por el norte, había resultado ser perfecta. Lo ideal hubiera sido que estuviera al este, para evitar ser deslumbrado por el sol de la mañana, pero no había ninguno así, pues se tapaban los unos a los otros. Pero el norte estaba bien, al menos no tendría el sol de cara, y la comitiva llegaría desde el sur, desde la Marienplatz.

            Ya se veía movimiento. Llevaba una media hora observando a los policías que deambulaban por la plaza y que habían acabado formando un cordón de seguridad a la entrada de la misma, junto al Feldherrnhalle, el monumento que conmemoraba a los generales que habían combatido por la patria alemana. Él sabía lo que ocurriría, o lo que estaba a punto de ocurrir, pues en las últimas semanas había estudiado hasta el último detalle la futura, o la pasada, escena. Todo se desarrollaría cual si fuera una película, o una obra de teatro, donde ningún actor tendría la posibilidad de improvisar o salirse del guión marcado para él.

            Judah se remangó ligeramente el raído y sucio gabán que vestía, atenazó con seguridad, pero con delicadeza, el fusil de precisión, sin quitar su ojo derecho de la mirilla. Aunque estaba a más de mil metros de distancia, el fragor del gentío llegaba hasta él, atenuado, pero parecía más nítido a través de la mirilla, como si pudiera escucharlo a través de ella. Y allí estaba. Había estudiado las posiciones de cada uno de los actores y estos cumplían a rajatabla con la Historia. Una gran multitud de personas, pero a él solo le importaba la primera fila. El mariscal Ludendorff, el as de la aviación Hermann Göring, un joven Rudolf Hess, y Adolf Hitler, con su inconfundible bigotillo. Todos cogidos por los brazos, a modo de cordón. La comitiva, por fin, terminó deteniéndose ante el otro cordón que tenía justo en frente, el formado por la policía. Judah debía esperar el momento. Es lo que tenía acordado con el profesor. En un momento dado, alguien, no se sabe quién, realizaría un disparo, y significaría el comienzo de la trifulca. Él debía esperar a que ese momento se materializase, para disparar en el corazón de Hitler, o en el hueco del pecho donde debería estarlo, aunque él hubiera preferido un disparo certero entre ceja y ceja. El profesor se había negado rotundamente, porque habría resultado sospechosa tanta puntería. Debía ser mortal, pero que pasase por un accidente.

            Judah observó desconcierto y movimiento y, en ese preciso instante, para el que parecía que se había estado preparando durante toda su vida, apretó el gatillo y con un sonido de chupona y un leve retroceso, la silenciosa bala fue a la búsqueda de su objetivo. No se paró a mirar el resultado. Conocía su propia eficacia. Se levantó del suelo y procedió a desmontar el arma, con idea de salir de la ciudad por el norte y enterrarla por partes, en diferentes lugares, para después volver a su casa, a su mundo, con la satisfacción del deber cumplido. Un fugaz recuerdo de su abuela le llegó en ese momento, y Judah sonrió, sabiéndola vengada.

            El 7 de julio de 2022 Judah volvió a Nueva York, a pleno Central Park, como tenía previsto. Era temprano. Aún así, le sobraba el raído gabán, en el verano neoyorquino. Se lo quitó y buscó una papelera. Era extraño, sabía que junto a aquel árbol se encontraba una, pero ya no. Hizo un lío con él y lo depositó junto a la base del árbol, tomando dirección de su casa. Necesitaba darse una ducha y tomarse una cerveza, antes de contactar con el profesor.

            Pero algo andaba mal, y no solo era por la inexistencia de aquella papelera, es que no había corredores, ni patinadores ni ciclistas, no había nadie en Central Park, a las horas en las que solían hacer algo de deporte antes de ir a trabajar. Pero lo que le golpeó como un mazazo fue el ver ondear la primera de muchas banderas americanas con la esvástica en su centro.

            A la salida de Central Park, dos policías de negro lo detuvieron por estar indocumentado. Fue llevado a los calabozos de la comisaría de la Joseph P. Kennedy Street, que él había conocido como 5th Avenue. Un sucio y desaliñado anciano, su compañero de celda, que había sido detenido por vagabundo y vago, le contó lo que no quería oír: Estados Unidos había ganado la Segunda Guerra Mundial, porque su presidente, Joseph P. Kennedy, se había aliado con la Alemania Nazi, dirigida por Max Erwin von Scheubner-Richter. Judah no podía creer lo que escuchaba. Él había estudiado a fondo el Putsch de Munich, incluso había estado allí, esa misma mañana. Sabía que el doctor en ingeniería Max Erwin von Scheubner-Richter había muerto de un disparo en la vorágine callejera. Sabía que era un nazi de origen letón, pero poco más. El anciano vagabundo le relató lo poco que conocía de la época, sin preguntarse la razón del interés y la ignorancia de su interlocutor, tal vez contento de que alguien le prestase oídos. Resultaba que el dirigente nazi había sido herido durante la trifulca, pero logró sobrevivir, sustituyendo al anterior líder del partido, uno con bigote, que sí había muerto de un disparo. El nuevo líder, mártir del levantamiento, al igual que el anterior, logró hacer ascender a su partido, convirtiéndose en el Führer de Alemania. Extremadamente inteligente y despiadado, comenzó una guerra en la que dejó libertad a sus mandos militares, los más avezados del mundo. Él se dedicó por completo a socavar la democracia en Estados Unidos, logrando crear un Partido Nazi Americano, liderado por su fundador, Joseph P. Kennedy, el cual llegó al poder y se unió a Alemania. Cuando Japón atacó Pearl Harbour, Alemania rompió su alianza con Japón y se alió con Estados Unidos. Así, el pacto tripartito, o sea, Alemania, Italia y Estados Unidos, lograron derrotar a Francia, Reino Unido, Japón y la URSS, expandiendo el nazismo a todo el planeta.

            La conversación fue cortada por la pareja de policías que lo habían detenido, pues lo sacaron de la celda y lo llevaron por oscuros pasillos hasta un despacho donde vería al comisario. Allí estaba, sentado ante una mesa de trabajo, envarado y bien vestido, una incipiente calva y con movimientos elegantes. Era Farrell. Por fin, se dijo. Él me comprenderá, pensó.

—Tome asiento, por favor—ordenó Farrell, educadamente—. Dígame su nombre, si es tan amable—prosiguió.
—¿No me reconoce, señor Farrell?—preguntó Judah, casi sonriendo.
—¿Debería? Es la primera vez que le veo y aún no me ha dicho su nombre.

            Judah se estremeció. Los ojos de Farrell parecían no reconocerlo. Pero todo esto debía ser un error, estaba seguro.

—Soy el capitán Judah Beigberwitz...aunque quizá debería decir comandante. Fui ascendido para la última misión. ¿No le extraña que yo sí lo conozca a usted?
—¿Beigberwitz? ¿Es usted judío?—preguntó Farrell, escandalizado.

            A Judah no pasó inadvertida la mirada que se lanzaron los dos agentes que lo habían detenido y acompañado hasta allí. La situación se le había escapado de las manos. ¿Cómo podía ser que hubiera ido tan mal? Debía intentar decir algo, defenderse.

—Sí, claro que soy judío. Por eso usted, señor Farrell, y el profesor Pfeferberg vinieron a buscarme a mi apartamento hace dos semanas, para viajar al pasado y asesinar a Hitler...para evitar la locura del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial...

            El despacho se quedó momentáneamente en silencio. Un silencio absoluto, hiriente, pero no más doloroso que la carcajada que aquellos tres individuos soltaron poco después. Judah intentó incorporarse de su asiento, ofendido, pero cuatro manos de hierro lo sujetaron con firmeza a su silla.

—Por lo que veo, además de judío piojoso, está usted loco, señor Beigberwitz. Creía que habíamos conseguido extinguir su raza, pero ya veo que se reproducen como las ratas. Soy muy conocido por la gente de su calaña, porque me temen, y con razón. A su amigo, el profesor Pfeferberg, si es el mismo al que creo que se refiere, lo exterminé yo mismo, hace más de quince años. Aún recuerdo sus gritos negando que fuera judío. ¡Su apellido lo delataba!...al igual que a usted. Quitadlo de mi vista. Mañana será ahorcado.

            Mientras los dos guardias lo llevaban casi en volandas de vuelta a su celda, Judah, aturdido por lo vivido en las últimas horas, no pudo más que pensar en que era curioso que nunca había sentido remordimientos por matar a personas desconocidas que podían haber sido buenos o malos padres, buenos o malos hijos, buenos o malos vecinos...Jamás ese sentimiento se había apoderado de él, pero ahora se arrepentía enormemente de haber matado al único ser en el mundo que merecía la más horrenda de las muertes, al causante de tanto dolor y de la casi extinción de su familia, al maldito Adolf Hitler.

            El Condotiero

2 comentarios:

  1. Me parece un buen relato.
    Nunca se sabe qué podría pasar cuando se cambia la historia de la humanidad.
    Felicidades.

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