jueves, 27 de julio de 2017

La incultura al poder

             Me he fijado en que, últimamente, se está dando una curiosa discusión en foros y otras redes sociales acerca de la posible desaparición de los signos iniciales de interrogación y exclamación de nuestra querida lengua castellana. Por fortuna, aún continúan siendo mayoría los que creen que deben mantenerse, pero ya de por sí es sintomático que algo de esta guisa sea ponderado.
             Como es tan evidente que su necesidad en nuestro idioma es manifiesto, tardaré poco en explicarlo, y es que resulta que en la gran mayoría de idiomas se da un cambio de orden de los elementos oracionales que ayuda al oyente o al lector a saber cuándo una frase es interrogativa o exclamativa, sin necesidad del signo final de interrogación o exclamación, que sólo sirve para finalizar la dicción de esa misma forma. Además, también suelen contar, tales idiomas, con auxiliares al comienzo de las oraciones de este tipo, cosa que no es así en el español.
             Nuestra lengua se diferencia del resto en que no cambia su orden en la construcción ya sea una oración enunciativa, exclamativa o interrogativa. De tal forma, la única clave que existe en el lenguaje escrito español para distinguir si una oración es del tipo de las anteriores es explicitando los signos de exclamación e interrogación, tanto iniciales como finales. Y en el lenguaje oral la diferencia está en la curva melódica tanto exclamativa como interrogativa, que en otros idiomas sólo se produce al final de la frase. Nuestro idioma es tan rico que tenemos las oraciones exclamativas e interrogativas indirectas, que son las introducidas por los pronombres exclamativos e interrogativos sin la necesidad de sus signos específicos.
             La cuestión es: ¿por qué se está dando una degeneración del lenguaje escrito? Podríamos decir que también está ocurriendo con el lenguaje hablado, pero esto ha sido así siempre. Es el motivo que suelen dar los que desean los cambios a su comodidad, que el lenguaje cambia debido a sus propios usuarios.
            No negaré que el habla de los parlantes ha condicionado el uso de la propia lengua, pero también es verdad que los cambios en el lenguaje escrito han sido más lentos que en el lenguaje oral y siempre por cuestiones de peso. La razón es obvia: todos han sabido siempre hablar, mejor o peor, pero han podido comunicarse de forma oral, mientras que sólo un pequeño porcentaje de la población estaba alfabetizado y era, precisamente, el sector de población más culto.
             ¿Qué quiero decir con esto? Pues que la democratización absoluta del lenguaje escrito está permitiendo a los miembros menos preparados de la sociedad opinar sobre algo que ni entienden ni saben. Comprendo perfectamente que le gente no use un lenguaje refinado en plataformas comunicativas como WhatsApp (yo tampoco lo hago), puesto que su finalidad no es ganar un premio Nobel de Literatura, sino la fluidez en el intercambio de ideas, pero de ahí a querer que las normas de una lengua escrita tan rica y maravillosa como la española se amolden a ellos hay un trecho, y bien gordo.
             Deberíamos entender, todos, que el lenguaje oral jamás será idéntico al escrito. Un ejemplo: «quillo, pisha, ¿cómo anda tu vieja?» en un encuentro entre dos amigos en plena calle, no puede ser igual a la misma pregunta en una carta, que sería tal que así «Estimado Juan: te escribo para informarme del estado de tu madre y, de paso, darte ánimos con mi apoyo, que sabes que lo tienes». Evidentemente, esto último, que formalmente escrito es impecable, sonaría bastante cursi en una conversación casual. Y también deberíamos entender que una conversación escrita en WhatsApp es lo más parecido posible a una charla oral.
             Por ello, que existan personas que quieran que las formas de comunicarse modernas sean extrapoladas a la culta forma de escritura, sólo por su comodidad, me parece una manera de denigrar la esencia misma de la lengua escrita, en este caso de la castellana, con tantos y tantos ejemplos de intelectuales que la han usado para dar a conocer sus más profundos pensamientos e inquietudes.
             Pero esto es así en todos los parámetros de la vida, como ya dije en mi entrada anterior, y cualquiera se ve capaz de discutir cada cosa ante los más preparados sin tan siquiera documentarse mínimamente. El problema no es éste, pues con no hacer ningún caso a estos elementos de la sociedad estaría más que resuelto, lo que ocurre es que hay mucha gente e instituciones de todo tipo que dan pábulo a sus reivindicaciones, por muy absurdas que sean. Así, la RAE está cometiendo el error de igualar por lo bajo, de la misma forma que se hace en los colegios e institutos españoles. Como no podemos conseguir que los más incultos (que lo son porque quieren, puesto que en la actualidad la cultura está al alcance de todos) se pongan a la altura de los más cultos, o lo más flojos a la de los más esforzados, pues la solución está en bajar todos los niveles culturales y académicos, como si fuera la panacea encontrada para evitar significativas diferencias en las distintas capas de la población.
             Así nos va y ahsi noz hira...

             El Condotiero

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