jueves, 3 de agosto de 2017

Las cadenas invisibles que nos esclavizan

             Hay un subgénero literario que está tomando gran peso específico últimamente, que es el de los zombies. A muchos les hará gracia que se escriba tanto sobre algo que no existe, pero si nos damos una vuelta por la calle vemos que esto no es así: los zombies están por todas partes, rodeándonos.
             Por supuesto no hablo de zombies reales, sino figurados, y son todos aquellos que viven ajenos a su mundo, o quizá no. Puede que estén tan inmersos en el mundo que habitan que no saben que hay otras formas de vivir diferentes a la impuesta. Lo que hacen, para no salirse de la norma, es cerrar sus ojos y arremeter contra todo el que quiera vivir de forma distinta.
             De lo que hablo es del consumismo y de sus consecuencias. Nuestro planeta es muy rico y daría cabida a gran cantidad de miles de millones de habitantes, pero para ello tendríamos que ser unas personas responsables y cuidadoras de nuestro medio ambiente. La responsabilidad y la buena educación son los pilares fundamentales para que nuestra sociedad pudiera llegar a ser sostenible.
             Con la llegada de la televisión comenzaron a producirse gran cantidad de anuncios publicitarios empujándonos a consumir más y peor. No es que antes no hubiera publicidad, pero la radio y la prensa escrita carecen de la fuerza del medio audiovisual. Los gobiernos neoliberales han visto que el consumismo desaforado es su gran aliado, porque el que hace cola delante de una tienda de Apple durante ocho horas para comprar la última novedad innecesaria no se pregunta quiénes somos y adónde vamos, se pregunta cuándo abrirán de una vez.
            Así, desde pequeños están educándonos para consumir, pero no para ser buenos consumidores, con criterio y raciocinio, sino para ser compradores impulsivos y compulsivos. ¿Por qué? Es fácil, porque si el dinero que ganas con tu esfuerzo lo gastas todo tal y como te llegue, irá a parar de nuevo a las manos de los que gobiernan el mundo, que no son los políticos, sino las grandes corporaciones empresariales, capaces de derrocar gobiernos, sumir a ciertos sectores en puntuales crisis recicladoras y hacer saltar guerras intestinas purificadoras. Volviendo a mis viejas ideas de «a quién beneficia» y a la de «la navaja de Ockham», vemos que esto es así, puesto que de una forma u otra las grandes corporaciones empresariales son las que siempre salen ganando de cualquier «fregao» que se monte en cualquier parte del mundo.
             La alianza entre las grandes corporaciones empresariales y los gobiernos mundiales no sólo radica en que son las primeras las que quitan y las que ponen a los segundos, sino también en la cuestión impositiva. Nos echamos las manos a la cabeza cuando descubrimos que en siglos anteriores existía algo así como el «diezmo», que era pagar un 10% de los frutos al señor o a la Iglesia. Pero, ¿quién paga hoy en día el 10% de impuestos? Nadie.
             El contribuyente paga entre un 20% y un 50% de sus ganancias al Estado, así, sin vaselina ni nada. Con lo que le resta, paga un 21% de IVA por cada producto consumido. Si tiene cualquier propiedad, debe pagar IBI. Si tiene vehículo, debe pagar el impuesto de circulación. Cualquier servicio fundamental (energía, agua), posee su impuesto específico. Lo poco que le quede a su muerte, no lo podrán disfrutar plenamente sus herederos, porque existe el impuesto de sucesiones, al menos en Andalucía.
             La presión fiscal de las sociedades actuales es demoledora, pero nos callamos y pagamos, porque estamos en un régimen de libertad (¿?). Y el dinero que nos queda lo gastamos de forma estúpida en caprichos excesivos e innecesarios, que la publicidad ha logrado con engaños hacernos creer que no podríamos vivir sin ellos. Son productos que revierten el dinero a las grandes corporaciones empresariales, aunque no todo, porque parte va a sus aliados, los gobiernos, en forma de impuestos.
             El usar y tirar se ha vuelto una forma natural de consumo. Si alguien hiciese cuentas de lo que valen los envases de los productos consumidos que diariamente tiramos a la basura, quizá despertáramos de esta mala pesadilla que vivimos. Además, estos envases no salen gratis, no ya monetariamente hablando, sino en lo que respecta al daño que estamos infligiendo en el planeta en el que debemos seguir viviendo, convirtiéndolo en un enorme vertedero.
             Estamos destruyendo las últimas reservas verdes del planeta para poder tener muebles baratos y, así, poder cambiar la decoración del salón cada tres años. ¿De verdad que es necesario? Todos hemos vivido en las casas de nuestros padres, donde la entrada de una mesa nueva era todo un acontecimiento. Y no pasaba nada, porque la mesa vieja estaba bien fabricada y cumplía a la perfección con su cometido.
             Estamos ciegos, pero además locos. Yo he conocido parejas trabajadoras que entre ambos cobraban más de 3 000 euros mensuales y que les costaba llegar a final de mes. ¿Cómo es posible?
             Y es que la codicia que nos achacaban los indios norteamericanos sigue corroyéndonos. ¿Para qué quiere Bill Gates 86 000 millones de dólares? ¿Y Warren Buffet 75 600? ¿Y Jeff Bezos 72 800? Y sólo he mencionado a los tres más ricos del mundo según la última lista de la revista Forbes. Me parece absurdo y fusilable que haya personas con esas disparatadas cantidades de dinero mientras otra gente no tiene ni para beber agua, la necesidad más acuciante del ser humano (en realidad no lo es, ya que es respirar, pero por ahora es gratis, gracias a que las grandes corporaciones empresariales no se han dado cuenta todavía y no nos cobran por ello. Los gobiernos tampoco, y no se rían, porque el gobierno español nos cobra por el sol que consumimos).
             Y si me parece fusilable no es por otra cosa que por la forma en que esta gentuza ha acumulado tal cantidad de dinero. ¿Se creen que Amancio Ortega ha acumulado más de 50 000 millones de dólares siendo bueno y justo con sus trabajadores? No, lo ha podido hacer porque la mayoría de sus productos estarán fabricados por esclavos modernos del sudeste asiático. No sólo son baratísimos los productos elaborados en tales países, sino que además se quedan ellos con las consecuencias medioambientales de su barata fabricación.
             Pero lo que ocurre con Amancio Ortega pasa con todos los miles de muchimillonarios que hay. Para que ellos hayan llegado a tal estatus, hay muchísima más gente pasando penurias, porque la riqueza es como la energía, sí, aquello que aprendimos en el colegio. Así, la riqueza ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, por lo que quiere decir que el que acumule mucha se la está quitando a otros que quizá la necesiten más.
             El ser humano, mientras puede, se dedica a consumir y a acumular, olvidándose de vivir. Es como los tontos que van a un concierto en directo y se lo pasan grabándolo con el móvil, viéndolo todo el rato a través de una pantallita de seis o siete pulgadas, más atentos a cómo quedará y qué guay cuando lo suba al Facebook que en disfrutar del momento.
             Las nuevas generaciones son mucho peores que las anteriores al respecto, pero sólo nosotros tenemos la culpa, puesto que es a lo que les hemos acostumbrado y ya no hay vuelta atrás. Me sorprende cuando, en algún documental, veo a un joven africano viviendo en un poblado infecto con ínfimos recursos de toda índole y, aun así, es feliz con la vida que tiene. Si metiéramos a uno de nuestros ninis allí, sin Coca-Cola, sin cobertura para su móvil de última generación y debiendo andar diez kilómetros para ir a por agua, iba a durar dos días, o a lo mejor no, porque al no tener acceso a Internet cortaría la comunicación con su mentor de la Ballena Azul.
             Se está yendo todo a la mierda, pero mientras nos dirigimos a nuestra destrucción seguimos haciendo cola a la entrada de las tiendas porque están de rebajas fingidas.

             El Condotiero

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