Estoy
asistiendo, a través de las redes sociales, a un fenómeno curioso
en nuestro país que, precisamente, no es nuevo aunque sí lo sea el
medio utilizado, y se trata del recrudecimiento de los combates
verbales entre la izquierda y la derecha. Se está dando como normal
que cuando uno u otro se queda sin argumentos para defender su
posición, arremete contra el de más allá con el insulto más
barriobajero posible. Vamos, lo que toda la vida de Dios ha
sido el «tengo razón porque grito más», tan típico de los
españoles.
Supongo
que no será cuestión sólo de debates políticos, sino que afecta a
todo lo que en esta sociedad pueda ser opinable que, según las
nuevas generaciones, es TODO.
Y
aquí es donde me opongo a los que defienden esta opción, primero
porque todo no es opinable (si una mesa es una mesa, no es un
frigorífico: no es opinable; lo opinable es si es bonita o no, por
ejemplo), y segundo porque no todo el mundo debería opinar
dependiendo de qué asuntos.
La
opinión se ha vuelto tan democrática que muchos piensan que tienen
el derecho a opinar de cualquier cosa. Antes de que se adelanten, no,
yo también pienso que yo no tengo derecho a opinar de cualquier
cosa. ¿Por qué? Porque estoy plenamente convencido de que para
poder opinar sobre algo hay que tener cierta idea de ese algo o, al
menos, documentarse mínimamente para que la opinión sea ponderada y
coherente; si no es así, se convierte en «pamplina soltada sin ton
ni son», que es lo que en la actualidad vemos a todas horas en todos
los medios, incluso en las terrazas de los bares.
De
tal forma, yo no puedo opinar sobre la pesca de la trucha en el río
Eo, porque ni siquiera sé si es legal o si las hay, además de no
tener ni idea de pesca. Como mucho, podré prestar atención a
alguien que sepa sobre ello y hacerle preguntas más o menos
inteligentes, dependiendo sobre todo de si el tema me interesa, que
no es el caso. Así, cuando elijo un tema sobre el que opinar en mi
blog, primero me lo pienso mucho y después me documento un poquito.
Se puede estar en desacuerdo con mis ideas, pero nadie puede tildarme
de decir patochadas, porque seguramente me habré documentado mejor
que el que pueda insultarme sin más.
Y
esto se relaciona con todas las veces que aquí he arremetido contra
los supuestos «expertos» que aparecen en las tertulias televisivas
y radiofónicas, que muchos sí hacen bien su trabajo y se nota
cuando hablan, pero otros irán de fiesta en fiesta y no se preparan
nada, y también se nota cuando hablan.
Pero
sobre lo que quería opinar hoy, y por ello el título, que me ha
servido de doble sentido al imaginarme diciendo esa frase con una
calavera en la mano, es sobre la pena de muerte. No es que esté de
actualidad, sobre todo en nuestro país, que casi te dan una
palmadita en la espalda después de haber matado a cuatro o cinco,
con un consejo tipo «ea, para casita y no lo vuelvas a hacer, eh».
En algo debemos sobresalir los españoles por el lado bueno, aunque
no seamos los únicos, puesto que dos tercios de todos los países
del mundo han abolido la pena capital.
Pero,
para adelantarme a los acontecimientos de una España en la que la
brecha entre izquierda y derecha es cada vez más insalvable, daré
mi opinión sobre ella: la pena de muerte JAMÁS debe ser admitida.
Como una vez escuché, no sólo le quitas a alguien todo lo que
tiene, más allá de la libertad, sino que también le quitas todo lo
que podría llegar a tener. Si una pena como la condena a muerte es
injusta del todo, ningún Estado de derecho que se precie debería
observarla en su código penal.
He
visto muchísimos documentales de asesinatos en EE.UU., supuestamente
un país democrático y un Estado de derecho, donde la gente cree que
es una pena justa para el asesino de un familiar suyo, pero es
evidente que se trata más de venganza que de justicia. Nadie, por
muy malvado que haya llegado a ser, se merece ser ejecutado, aunque
sea por una sola razón: nadie jamás podrá probar al 100% que el
imputado (ahora investigado) sea el culpable del caso que le ocupa.
Excepto el mismo culpable, que nunca lo dirá y si lo dice puede ser
por alguna otra cuestión, nadie sabe a ciencia cierta quién lo es,
por lo que nuestro sistema de justicia se basa en pruebas e indicios
y en multitud de ocasiones el fallo de juez ha sido fallido. De tal
forma, a un inocente encarcelado injustamente lo puedes liberar,
aunque hayan pasado treinta años, pero a un ejecutado no le puedes
devolver la vida.
Esto
último que he comentado NO es opinable, es un axioma irrefutable,
por lo que me creo tan en la razón que es inútil discutirlo. SÉ
que llevo la razón, porque me he documentado. En 1989 Teng Xingshan,
al que apodaron el carnicero, fue sentenciado a muerte por la
violación, desmembramiento y asesinato de una mujer de su pueblo en
China. Se lo endilgaron a él porque tenía conocimientos quirúrgicos
y porque había confesado (lo de la tortura china es algo más que un
dicho). Ese mismo año fue ejecutado y no pudo ver cómo, tiempo
después, la mujer aparecía viva y no sabía nada acerca del pobre
Teng. Se habían equivocado de cadáver y de culpable.
Hay
muchos más casos como éste, pero con sólo uno me vale para
enrocarme en mi postura y saber que tengo razón y que la pena de
muerte NO es opinable, por mucho que a las nuevas generaciones les
guste opinar de todo y de todos, sin saber de lo que hablan y leyendo
sólo los envases de champú cuando van a gobernar a su trono
particular.
El
Condotiero
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