lunes, 17 de julio de 2017

Opinar o no opinar, ésa es la cuestión

             Estoy asistiendo, a través de las redes sociales, a un fenómeno curioso en nuestro país que, precisamente, no es nuevo aunque sí lo sea el medio utilizado, y se trata del recrudecimiento de los combates verbales entre la izquierda y la derecha. Se está dando como normal que cuando uno u otro se queda sin argumentos para defender su posición, arremete contra el de más allá con el insulto más barriobajero posible. Vamos, lo que toda la vida de Dios ha sido el «tengo razón porque grito más», tan típico de los españoles.
             Supongo que no será cuestión sólo de debates políticos, sino que afecta a todo lo que en esta sociedad pueda ser opinable que, según las nuevas generaciones, es TODO.
             Y aquí es donde me opongo a los que defienden esta opción, primero porque todo no es opinable (si una mesa es una mesa, no es un frigorífico: no es opinable; lo opinable es si es bonita o no, por ejemplo), y segundo porque no todo el mundo debería opinar dependiendo de qué asuntos.
             La opinión se ha vuelto tan democrática que muchos piensan que tienen el derecho a opinar de cualquier cosa. Antes de que se adelanten, no, yo también pienso que yo no tengo derecho a opinar de cualquier cosa. ¿Por qué? Porque estoy plenamente convencido de que para poder opinar sobre algo hay que tener cierta idea de ese algo o, al menos, documentarse mínimamente para que la opinión sea ponderada y coherente; si no es así, se convierte en «pamplina soltada sin ton ni son», que es lo que en la actualidad vemos a todas horas en todos los medios, incluso en las terrazas de los bares.
             De tal forma, yo no puedo opinar sobre la pesca de la trucha en el río Eo, porque ni siquiera sé si es legal o si las hay, además de no tener ni idea de pesca. Como mucho, podré prestar atención a alguien que sepa sobre ello y hacerle preguntas más o menos inteligentes, dependiendo sobre todo de si el tema me interesa, que no es el caso. Así, cuando elijo un tema sobre el que opinar en mi blog, primero me lo pienso mucho y después me documento un poquito. Se puede estar en desacuerdo con mis ideas, pero nadie puede tildarme de decir patochadas, porque seguramente me habré documentado mejor que el que pueda insultarme sin más.
             Y esto se relaciona con todas las veces que aquí he arremetido contra los supuestos «expertos» que aparecen en las tertulias televisivas y radiofónicas, que muchos sí hacen bien su trabajo y se nota cuando hablan, pero otros irán de fiesta en fiesta y no se preparan nada, y también se nota cuando hablan.
             Pero sobre lo que quería opinar hoy, y por ello el título, que me ha servido de doble sentido al imaginarme diciendo esa frase con una calavera en la mano, es sobre la pena de muerte. No es que esté de actualidad, sobre todo en nuestro país, que casi te dan una palmadita en la espalda después de haber matado a cuatro o cinco, con un consejo tipo «ea, para casita y no lo vuelvas a hacer, eh». En algo debemos sobresalir los españoles por el lado bueno, aunque no seamos los únicos, puesto que dos tercios de todos los países del mundo han abolido la pena capital.
             Pero, para adelantarme a los acontecimientos de una España en la que la brecha entre izquierda y derecha es cada vez más insalvable, daré mi opinión sobre ella: la pena de muerte JAMÁS debe ser admitida. Como una vez escuché, no sólo le quitas a alguien todo lo que tiene, más allá de la libertad, sino que también le quitas todo lo que podría llegar a tener. Si una pena como la condena a muerte es injusta del todo, ningún Estado de derecho que se precie debería observarla en su código penal.
             He visto muchísimos documentales de asesinatos en EE.UU., supuestamente un país democrático y un Estado de derecho, donde la gente cree que es una pena justa para el asesino de un familiar suyo, pero es evidente que se trata más de venganza que de justicia. Nadie, por muy malvado que haya llegado a ser, se merece ser ejecutado, aunque sea por una sola razón: nadie jamás podrá probar al 100% que el imputado (ahora investigado) sea el culpable del caso que le ocupa. Excepto el mismo culpable, que nunca lo dirá y si lo dice puede ser por alguna otra cuestión, nadie sabe a ciencia cierta quién lo es, por lo que nuestro sistema de justicia se basa en pruebas e indicios y en multitud de ocasiones el fallo de juez ha sido fallido. De tal forma, a un inocente encarcelado injustamente lo puedes liberar, aunque hayan pasado treinta años, pero a un ejecutado no le puedes devolver la vida.
              Esto último que he comentado NO es opinable, es un axioma irrefutable, por lo que me creo tan en la razón que es inútil discutirlo. SÉ que llevo la razón, porque me he documentado. En 1989 Teng Xingshan, al que apodaron el carnicero, fue sentenciado a muerte por la violación, desmembramiento y asesinato de una mujer de su pueblo en China. Se lo endilgaron a él porque tenía conocimientos quirúrgicos y porque había confesado (lo de la tortura china es algo más que un dicho). Ese mismo año fue ejecutado y no pudo ver cómo, tiempo después, la mujer aparecía viva y no sabía nada acerca del pobre Teng. Se habían equivocado de cadáver y de culpable.
            Hay muchos más casos como éste, pero con sólo uno me vale para enrocarme en mi postura y saber que tengo razón y que la pena de muerte NO es opinable, por mucho que a las nuevas generaciones les guste opinar de todo y de todos, sin saber de lo que hablan y leyendo sólo los envases de champú cuando van a gobernar a su trono particular.

             El Condotiero

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