Andalucía es una tierra rica, fértil y con un gran
pasado. La Atlántida, ese magnífico país documentado por Platón, estuvo
arraigada en una isla del Océano Atlántico, frente a las costas de las
provincias de Huelva y Cádiz. Sus pobladores fueron tragados por las aguas,
pero algunos de ellos lograron sobrevivir y llegar hasta tierra firme,
convirtiéndose así, estos atlantes, en los padres de la patria andaluza, pues
de ellos nació Tartesos. El fabuloso reino, que luego tomó fama por su sabio
rey Argantonio, trabó contacto con extranjeros a los que se les permitió
asentarse en sus costas, para poder comerciar y, de tal forma, enriquecer las
culturas de todos los pueblos que habitaban el Mar Mediterráneo. Aunque los
griegos quisieron también comerciar con Tartesos, fueron finalmente las
ciudades fenicias (Tiro, Byblos y Sidón) las que se aliaron con los pobladores
de Andalucía e iniciaron una larga relación de varios siglos.
En el siglo III a.C. la ciudad norteafricana de
Cartago sustituyó a las ciudades fenicias, aunque también era una de ellas,
puesto que Cartago (que significa «Ciudad nueva» en fenicio) también había sido
fundada por ciudadanos de Tiro, situada en lo que hoy sería el Líbano. Pero
Cartago impuso más su fuerza que el talante amistoso de sus padres fenicios,
por lo que en pocos años se hicieron con la mitad sur de la Península Ibérica y
extinguieron el reino de Tartesos.
Los antiguos pobladores de Andalucía no estaban muy
contentos con la nueva situación, por lo que cuando surgió un nuevo poder en el
este que comenzó a hacer sombra a la cruel Cartago, se aliaron con él.
Aprovechando el desembarco de Publio Escipión en el norte de la Península
Ibérica, la ciudad de Cádiz (Gadir para los fenicios; Gades para los romanos)
se levantó contra los cartaginenses, ayudando a Roma en sus Guerras Púnicas
primero, y a pacificar el resto de Hispania después, siendo la ciudad de Cádiz
una de las primeras aliadas de Roma fuera de la Península Itálica.
La Bética fue una de las provincias romanas más ricas
y estables en los dilatados años de duración del Imperio Romano. Tal es así,
que los mejores emperadores romanos fueron andaluces, como Trajano y Adriano.
Pero el Imperio Romano, con el paso de los siglos, se
fue convirtiendo en un gigante con los pies de barro, por lo que terminó
cayendo cuando una serie de pueblos noreuropeos y centroasiáticos iniciaron sus
avances migratorios hacia las fronteras romanas. Francos, Hunos, Getas,
Ostrogodos, Visigodos, Suevos, Alanos y muchos más destruyeron la Pax Romana y
se asentaron en sus antiguos territorios, pero sólo el más noble de esos
pueblos, los Vándalos, los únicos con una verdadera vocación marinera, fueron
los que se instalaron en Andalucía, de la que probablemente proviene su nombre
(Vandalusía). Hasta Justiniano, el mejor de los regidores del todavía en pie
Imperio Romano de Oriente, declaró la guerra a los vándalos, con intención de
retomar las maravillosas tierras de Andalucía.
Por varias razones, entre las que no es menos
importante la lejanía de la empresa, Justiniano y su general Belisario
fracasaron en el intento, pero no así los visigodos, que desde el norte de la
Península lograron expulsar a los vándalos de Hispania. Esto no gustó a los
andaluces, celosos de su independencia, por lo que no pasó mucho tiempo para
que se aliaran con una nueva fuerza que había surgido al este y se había
trasladado al sur, los musulmanes, con su nueva religión. Éstos cruzaron el
estrecho de Gibraltar, llamados por los afligidos andaluces, y derrotaron a los
visigodos, expulsando a los restos de su pueblo hasta las montañas asturianas.
Éste fue el principio de una época de esplendor en
Andalucía, que los musulmanes denominaron Al-Andalus. Se instauró una sociedad
en la que el color de la piel, las costumbres o la religión que uno profesase
no iba en detrimento de sus derechos y Córdoba, convertida en la capital del
Califato, llegó a ser la ciudad más poblada del mundo.
El desmembramiento de esta unidad, con los llamados
reinos de Taifas, y la llegada de nuevos pueblos bereberes, sumado al ansia de
conquista de los nacientes reinos cristianos del norte de Hispania, acabaron
con esta épica etapa de la Historia de Andalucía. Aunque aún sobreviviría, por
un par de siglos, el reino nazarí de Granada, último reducto de la luz de la
sabiduría en nuestra nación.
Los Reyes Católicos tomaron Granada en 1492,
expulsando a los musulmanes y unificando toda España. Los andaluces, desde
entonces, nos hemos visto abocados a caminar junto con el resto de los pueblos
de la Península Ibérica, pero no por iniciativa propia, sino por conquista. Aun
así, los andaluces siempre hemos querido distinguirnos del resto de los pueblos
que nos rodean, por lo que terminamos desviando nuestra mirada hacia el oeste,
con objeto de escapar de la tiranía de los nobles castellanos. Un marinero del
barrio de Triana, en Sevilla, tuvo a bien comandar los sueños de los andaluces.
Se llamaba Cristóbal Colón (se sabe que era de Sevilla porque una vez se le
escuchó decir «mi arma») y descubrió un Nuevo Mundo para poder ser colonizado
por andaluces, que fueron la mayoría de los que allí se asentaron.
Parte del esplendor de Andalucía perdido cuando los
musulmanes abandonaron estas tierras volvió con la colonización de las tierras
americanas, puesto que los puertos andaluces que miraban al Atlántico, sobre
todo Sevilla y Cádiz, crecieron y se convirtieron en ricas ciudades
cosmopolitas, luces postreras del Siglo de la Ilustración que apenas tocó de pasada
España.
El culmen de las ansias de libertad andaluzas llegó
cuando la Francia Napoleónica invadió España y Cádiz, única ciudad española
peninsular que resistió, creó la Constitución Española de 1812, la tercera del
mundo, después de la de EE.UU. y Francia. Aunque hay que reconocer que fue el
canto del cisne.
El siglo y medio posterior ha visto como, entre
guerras civiles y pronunciamientos, junto con la pérdida de las colonias,
Andalucía se ha visto inmersa en un círculo vicioso de analfabetismo y subdesarrollo,
auspiciado por el centralismo de Madrid, con el objetivo de que las regiones
periféricas nunca pudieran volver a levantarse.
Por fin otra constitución, esta vez la de 1978, nos
devuelve a los andaluces el derecho a tomar nuestras propias decisiones y sólo
queda esperar a que las fuerzas vivas de nuestra tierra se unan por fin para
retomar lo que siempre fue nuestro, la independencia de Andalucía.
Este ejercicio quiere demostrar lo manipulable que es
la Historia, siempre y cuando no se contraste debidamente. Si yo, realmente,
fuera un nacionalista independentista andaluz, como otros de otras regiones
españolas, respondería al que me tachara de embustero de ser antiandaluz y, por
tanto, los andaluces de pro deberían creer en mis palabras.
Si esta Historia de Andalucía (o mejor dicho, esta
«jartá de tonterías») que acabo de plasmar se enseñara en los colegios de toda
nuestra Comunidad Autónoma, al cabo de una generación (25 años), tendríamos una
corriente de jóvenes independentistas andaluces, pues lo que habrían aprendido
sería que Andalucía siempre ha sido una tierra libre, hasta que los castellanos
nos tiranizaron.
Por esto reivindico la importancia de los cinco
pilares de un Estado, los cinco pilares que jamás debe ceder a ningún otro
estamento político en la jerarquía de poder, ya esté en el escalón que esté.
Esos cinco pilares son: Exteriores, Defensa, Hacienda, Justicia y Educación.
Aunque, en principio, Educación se vea como la más
«tonta» de las cinco, creo que he demostrado ampliamente que, en realidad, es
la más peligrosa de todas. Es el arma por la cual un Estado se puede ver
abocado al desastre, aunque sea un arma que mate lentamente, al cabo de una
generación.
El Condotiero
No hay comentarios:
Publicar un comentario