Chan-chan-tara-chánchan-tara-chánchan-tara-chánchan…naa-na-nanana-na-naná-chan-chan-tara-chánchan-naa-na-nananá…
Había una vez un reino en Poniente (en poniente del
Mediterráneo, claro), aunque no siempre había estado unido. Antes de ello,
había estado separado por varios reinos, al menos siete (reinos de Castilla,
León, Galicia, Navarra, Aragón, Valencia, Mallorca…), y una Guardia de la Noche
y del día (la Guardia Civil) custodiaba el Muro que separaba el reino de los territorios
controlados por los Salvajes del sur (Gibraltar), que siempre estaban deseando
conquistar el reino con montones ingentes de cajetillas de tabaco. Además, el
Mar Angosto separaba el reino de Poniente de las Ciudades Libres (Ceuta y
Melilla), las cuales siempre estaban el peligro de caer bajo un ataque de las
feroces tribus amantes de los dromedarios (y algunos «camellos»).
Hacía poco, el último rey de Poniente había abdicado
en su hijo, debido al malestar causado en la población por su hábito de cazar
compulsivamente dragones, elefantes y osos y, también, por diversos temas de
corrupción por parte de una de las princesas y su ducal marido, que a punto
estuvieron de dar comienzo a las guerras de los millones de peniques.
Todo parecía ir bien en el reino, puesto que la unidad
estaba asegurada, la línea dinástica también, y las cajetillas de los salvajes
estaban parcialmente controladas, pero algo sórdido se estaba moviendo por los
entresijos del reino, puesto que la lucha por ser la Mano del Rey no estaba del
todo clara. Los grandes consejeros del reino intrigaban para quitar el puesto a
la actual Mano del Rey, mientras que este último hacía lo propio para
mantenerse en dicho puesto.
La lucha no paraba ahí, porque montones de barones se
posicionaban por un consejero u otro, por lo que el ambiente en el reino se fue
llenando de intrigas palaciegas entrecruzadas, jugando al infausto Juego de
Truños, por el cual unos decían una cosa, contradiciéndose con lo que habían
dicho la semana anterior, y otros decían otra, aunque fuera lo mismo, pero de
diferente forma, a la vez que engañaban al pueblo, diciéndole que sólo ocupaban
sus puestos por mor de la gente, por y para ellos, con ánimo absoluto de
disolver la pobreza y limpiar barrios como el Lecho de Pulgas y otros
similares, mientras que realmente su único deseo era beneficiar a sus amigos
del Banco de Hierro de Bruselas, que eran los que de verdad imponían su
criterio, ya que podrían cortar la financiación y el Reino de Poniente,
acuciado por las deudas debidas a la mala administración y gestión de las Manos
del Rey anteriores y actual, se vería impelido a subir los impuestos de las
clases menos pudientes, como siempre se hacía, y ensanchar, aun más, la
fractura entre ciudadanos pobres y ricos.
Mientras los poderosos jugaban al Juego de Truños, el
Reino entraba en desgobierno, por lo que la casa se quedaba sin barrer y el
pueblo llano, engañado de vil manera, por unos y otros consejeros, por unos y
otros barones, nada podía hacer por evitar este dislate de Juego de Truños,
donde lo más importante es conseguir sentarse en las sillas del Consejo, por no
decir en el Truño de Hierro. Lo único que le queda al pueblo llano, abandonado
por sus nobles, es esperar la llegada de alguna Daenerys que, montada sobre el
dragón vengador, sobrevuele la Corte y arrase con su aliento a los miembros del
Consejo, incluyendo a la Mano del Rey y a los posibles pretendientes a su
cargo.
Esperanza fatua y vana, ya que esto es sólo un cuento
y Daenerys no existe, ni los dragones tampoco…
El Condotiero
Genial.
ResponderEliminar¿Es ficción o realidad?....
ResponderEliminarEvidentemente todo lo que digo es real. Ni Daenerys existe, ni los dragones tampoco y la lucha por los sillones más importantes del reino es de lo más auténtico.
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