Xavier
Xemprú Xátiva era el nombre que aparecía en sus documentos
oficiales, pero señor «X» era como se referían los demás
a él. Tantos años hacía de ello que ya se había vuelto costumbre,
incluso de esa forma se nombraba a sí mismo cuando autodepartía
con su otro yo por mediación del espejo de su enorme cuarto de baño.
El señor «X» solía levantarse temprano y ese día no fue
una excepción. A diferencia del resto de la humanidad, él no
entraba al cuarto de baño como primera opción, para sus abluciones
matinales, sino que encendía su portátil, accediendo a las noticias
que más le interesaban.
Esa
mañana las noticias de los periódicos digitales no parecían
diferir en demasía de las de las últimas semanas, por lo que un
gesto de disgusto se dibujó en su cara. En cambio, una sonrisa le
iluminó su trabajado rostro cuando un aviso le llevó a la página
web de literatura que publicaba un concurso de relatos que debía
rondar sobre la palabra «amanecer». El señor «X»
tenía todo lo que cualquier mortal podría ambicionar, pero pocos
sabían que la escritura era su sueño prohibido. Por sólo un
momento se le pasó por la cabeza participar en dicho concurso... era
tan fácil... ¿qué sabrían los demás sobre el «amanecer» que él
no supiera? ¿Cuántos había visto ya? Quizá demasiados.
Con
esa idea rondándolo, el señor «X»
se levantó del sillón de su despacho y se dirigió a su cuarto de
baño, donde le esperaba su otro yo al otro lado del espejo. Su otro
yo era el tipo más listo que conocía, pero poco podría decirle
acerca del amanecer, puesto que jamás había salido de su plateado
encierro. Aun así, se intercambiaron la mirada y, sin comunicarse
verbalmente, ambos supieron que las acartonadas arrugas de sus
rostros decían que los amaneceres habían sido excesivos en número,
sobre todo en los últimos tiempos, con el hartazgo permanente de ver
su nombre en casi todos los titulares de prensa, con aquello de los
malditos papeles del lejano país centroamericano.
–Señor
«X», ¿crees que alguna vez
nos dejarán en paz esos malditos olfateadores de carroña?–terminó
por decidirse a preguntarse.
El
señor «X» no esperó
la respuesta de su otro yo y se dirigió a la ventana de su lujoso
apartamento. En ese mismo instante comenzaba a clarear por el este,
al horizonte. Era su mejor momento del día, cuando casi todos
dormían y él podía disfrutar con esa claridad que se vislumbraba
lejana pero que, inexorablemente, iba avanzando hacia él, hasta que
le envolvía en su calidez y el gran globo naranja aparecía como
surgiendo de las aguas del Mediterráneo. Era su momento y sólo
suyo, que nadie habría podido quitarle. ¿Qué sabrían los demás
acerca del amanecer? El señor «X»
sonrió y miró hacia abajo. A sesenta y cuatro pisos sobre el suelo
se le antojaba ser el rey del mundo, puesto que tanto el apartamento
que coronaba el hotel bajo sus pies, como el mismo edificio eran de
su propiedad, así como varios de los otros rascacielos que estaban a
su alrededor, todos pilares que cimentaban su vasto emporio.
Recordó
el estúpido concurso de la palabrita «amanecer» y tuvo un choque
de sensaciones. Siempre había anhelado escribir, pero no sólo por
el placer de hacerlo, sino sobre todo por la fantasía de poder
haberse convertido en uno de aquellos escritores de «best-sellers».
Recordaba, incluso, el haber mandado varios manuscritos a
editoriales, haría de aquello quizá unos cuarenta años, y aún no
había recibido respuesta alguna. Era evidente que serían tan
pésimos que habrían acabado en el cubo de basura de algún editor
de tercera, puesto que, si los rescatasen, hoy serían publicados.
Sin duda. ¿Qué darían las editoriales actuales por publicar sus
memorias o alguna otra cosa, ahora que era un personaje que estaba en
boca de todos debido a la mierda removida por los casos de corrupción
del levante español? Y, mientras, veía cómo Benidorm iba dorándose
con el sol oriental que invariablemente acudía a su cita diaria.
Sí,
él lo tenía todo, pero ¿qué no daría por un nuevo amanecer?,
¿qué no daría por un nuevo comienzo? Sí, lo tenía todo, pero
¿para qué?, ¿a quién iba a cedérselo? Estaba solo y no había
tenido la suerte de concebir hijos, ¿o había sido otra de las
pruebas de su eterno egoísmo? Su esposa, a la que había perdido
hacía unos años, sí había querido tener algún bebé al que
arrullar, pero él siempre le decía que más adelante, que ahora no
era el momento, hasta que el momento pasó. Y si no tenía a nadie a
quien dejarle todo lo conseguido en su dilatada vida, ¿qué sentido
tenía seguir luchando contra todo y contra todos? ¿Para qué quería
un nuevo amanecer? ¿Qué podría hacer él por los demás?, ¿él,
que nunca había hecho nada de forma desinteresada?
Y
observando la ya iluminada ciudad a sus pies lo tuvo claro. El señor
«X» sí que podía hacer algo
por los demás, sí que podía hacer un único y último servicio a
aquéllos que en esos momentos se levantaban para acudir a sus
precarios puestos de trabajo con los que conseguir un mísero sueldo
y sobrevivir un mes más...
La
forense que acudió una hora más tarde al lugar acordonado por la
Policía Nacional, al pie del más lujoso de los hoteles de Benidorm,
certificó la muerte del anciano estrellado contra las losas de la
acera. También guardaron entre los efectos personales del fallecido
un documento que lograron arrebatar de sus cerrados dedos, un
documento escrito a mano donde declaraba que dejaba todas sus
posesiones a los más desfavorecidos de su ciudad. Lo que no
certificó en su informe la forense fue que, aunque el cuerpo estaba
prácticamente destrozado, una postrera sonrisa iluminaba todo su
rostro, como si con ello hubiera vencido a la muerte, o, tal vez, a
la vida.
Enrique
A. Cadenas
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