Cuando uno se dedica a observar con detenimiento un
mapamundi político, puede percatarse de muchas cosas curiosas. Una de las que
más llama la atención es la cantidad de fronteras rectas que hay, como si
hubieran sido trazadas con escuadra y cartabón. Nada más cerca de la realidad,
puesto que así fueron concebidos los límites de muchos países.
¿Qué importancia podría tener eso? No es casualidad
que la gran mayoría de esas fronteras rectilíneas coincidan con lugares del
mundo de gran inestabilidad. Descartando EE.UU. y Canadá, ya que son países
prácticamente hermanos y es su frontera occidental la que es de una hermosa
rectitud, separando vastos territorios boscosos despoblados, los demás países
cuyas fronteras fueron trazadas con tiralíneas son los que hoy en día más
problemas causan a la paz internacional.
Si nos vamos a la vieja Europa, no vemos una frontera
recta por mucho que nos lo propongamos, ya que han sido cientos de años los que
las han forjado, terminando por separar pueblos de cultura similar, que hoy se
están hermanando, pero que durante siglos se han estado matando por empujar un
poco más la valla hacia el contrario. No sólo son los accidentes geográficos
los que han delimitado las fronteras invisibles desde los satélites, sino que
también han sido los mismos pobladores los que han participado en su creación.
La pregunta sería, entonces, ¿quién creó con lápiz y
regla las fronteras rectilíneas que proliferan en Oriente Próximo y en el norte
de África? Pues fueron los países colonizadores de finales del S.XIX y
principios del S.XX. No fueron, lógicamente, los pueblos de los países
colonizadores, tampoco los pueblos de los países colonizados, fueron unos
viejos aburridos enfermos de poder que jugaban a ser dioses. La historia del
mundo en los siglos XX y XXI no se puede
estudiar sin antes comprender los tejemanejes de los viejos políticos europeos
de los cincuenta años que van desde 1870 a 1920. Ellos y sólo ellos fueron los
culpables de todo lo que ocurre hoy en día.
Todo comenzó con las ansias de poder de un tal
Bismarck, canciller de la Alemania recién creada en el centro de Europa. Sus
detractores podrán echar pestes de él, pero únicamente quería lo mismo que ya
tenían otras potencias como Gran Bretaña y Francia, y lo que otras habían
perdido o estaban a punto de perder, como España y Portugal. En la Europa del
norte, donde acababan de entrar en la segunda revolución industrial, los
magnates y potentados políticos estaban ávidos de territorios de donde extraer
los enormes recursos que necesitaban sus incipientes redes industriales y
también donde vender sus excedentes de productos manufacturados. Ningún país
que mirara hacia el futuro podía hacerlo sin tener unos territorios poblados
por millones de cuasi esclavos, a los que hacer trabajar por unas migajas y a
los que obligar a comprar sus propios excedentes industriales. El poder se
comenzaba a contabilizar por el número de toneladas producidas y por el número
de millones de soldados despersonalizados que podían lanzarse contra el
enemigo, que solía ser el vecino más próximo. Atrás quedaban ya los ejércitos
pequeños pero profesionales, que podían ganar una guerra si eran dirigidos con
maestría. La misma década anterior a la fecha que propongo vio cómo un ejército
con recursos inacabables terminaba venciendo a uno más pequeño, aunque más
valeroso y mejor dirigido, en la Guerra de Secesión, conocida por sus
combatientes como la Guerra Civil (americana).
Parece una locura retrotraerse tanto en el tiempo,
pero es que fue la Conferencia de Berlín en 1885 y la posterior tela de araña
diplomática de Bismarck la que acabó explotando en la I Guerra Mundial, donde
todos los países con colonias se enfrentaron unos a otros para dilucidar
quiénes de ellos se terminarían repartiendo el pastel. Es imposible culpar a
unos sí y a otros no por dicha guerra, puesto que todos estaban deseando
enfrentarse en el campo de batalla, incluso los propios pueblos. Había una idea
romántica de la guerra en esos primeros días de agosto de 1914, frustrada
cuando las listas de bajas comenzaron a crecer de forma desmesurada. Pero la
sinrazón, el egoísmo y la ambición de los políticos y casas reales de aquellos
momentos lograron que la matanza siguiera su curso, por encima de voces más
ecuánimes y razonables que denunciaban las situaciones que se estaban viviendo tanto
en los frentes como en las retaguardias.
El final de la I Guerra Mundial fue un desastre aún
mayor que la misma guerra. Todos se contentaron por que la guerra acabase,
incluso los perdedores, cansados de morir y matar, pero si hubieran tenido una
bola de cristal con la que ver el futuro inmediato, quizá no se hubieran
congratulado de la forma en que lo hicieron. O, al menos, habrían terminado la
guerra de otra forma. Clemenceau y Lloyd George, presidente y primer ministro
de Francia y Reino Unido respectivamente, mostraron una falta de miras absoluta
cuando obligaron a las potencias centrales a firmar su rendición. Wilson, el
presidente de EE.UU., fue menos duro, pero tenía el complejo de ser el dirigente
de un gran país acabado de llegar a la escena política internacional de altos
vuelos, por lo que tampoco supo hacerse valer. ¿Qué hicieron los políticos
franceses y británicos en Versalles? Humillar a Alemania y desmembrar a
Austro-Hungría, un imperio que sobrevivía en el centro de Europa desde hacía
casi medio milenio. Sacaron sus reglas y cartabones y crearon montones de
países nuevos, a su gusto, sembrando los gérmenes de la posterior guerra
mundial y de toda la inestabilidad que hasta hace poco ha campado por los Balcanes.
Pero lo peor fue desmembrar el Imperio Otomano en la
forma en que lo hicieron, repartiéndose aquellos países entre ellos, para luego
salir escopeteados 30 años después, dejando unas líneas fronterizas muy bonitas
en un mapa, pero que no correspondían al sentir de los pueblos que allí habitaban.
Nos sorprendemos, de vez en cuando, por los descontentos de Siria, Jordania,
Irak, etc, etc, que se desplazan a otros países para combatir contra occidente,
pero nosotros hemos sido los culpables de que ellos no posean sentir nacional
en unos países artificiales creados en una mesa de diseño. No les ha quedado
más remedio que acogerse a la única bandera en la que de verdad creen y por la
que sienten algo, que es la del islamismo, viendo a sus compañeros musulmanes,
sean del país que sean, como hermanos más que como extranjeros.
Los occidentales hemos dirigido la vida de los
habitantes de aquellos países durante más de cien años, diciéndoles lo que está
bien y lo que está mal, lo que deben pensar y lo que no, lo que deben consumir
y en cómo deben ser gobernados, creyendo que son países como los nuestros
porque tienen una bandera, unas fronteras y una capital, sin caer en la cuenta
que no poseen el mismo bagaje cultural e histórico que nosotros, sino otro muy
diferente, ni mejor ni peor, sino otro. Queremos que sean igual que nosotros y
se comporten de la misma forma, pero sus sueldos son irrisorios, sus casas son
poco más que cuatro ladrillos apilados y sus esperanzas de vida lamentables,
excepto los grandes ricos, ya que las diferencias socioeconómicas de los
habitantes de aquellos países son monstruosas, alentadas por nuestros gobiernos
y magnates, deseando con ello controlar a dicha masa de población que podría
estar descontenta.
Y luego nos sorprendemos porque un joven se inmole
contra los occidentales… Contra nosotros, que tan buenos somos y tanto bien
hemos repartido por el mundo…
El Condotiero
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