Prólogo
La noche
tocaba a su fin, aunque no verían salir el pálido sol hasta, al menos, un par
de horas más tarde. Solo tenía ganas de frotarse las enguantadas manos. Si
pudiera, se frotaría el resto del cuerpo. ¿Cuánto frío hacía? Como mínimo, estaban
a veinte grados bajo cero. Estar allí, sin resguardo alguno, protegido nada más
que por unos sacos de tierra congelada y la hondonada que lo rodeaba, parecía
una auténtica locura. Pero esas eran las órdenes: puesto de avanzada del
frente.
―¡Eh!
¡Soviético! ¿Tienes algún cigarrillo? Aunque sea para calentarnos un poco—dijo
una voz, dirigida a él. La oscuridad no permitía distinguir sus rasgos, pero
por la voz sabía que era el Salmantino.
―El sargento
dijo que nada de fumar, que se ve en la noche—respondió.
―Por si les da
a esos cabrones por atacar, ¿no?—saltó otro, al que todos llamaban el Orejas—Yo
solo tengo esta mierda rusa y ya estoy cansado. ¡Venga!, que tú siempre tienes
algo bueno…si apenas fumas…
La guerra
hacía extraños compañeros. El Salmantino era miembro de la Falange y, cuando llegó, alardeaba anunciando que él solito
acabaría con todos los comunistas. Eso era antes, claro. El Orejas, en cambio,
era el único que tenía experiencia de combate antes de alistarse. El problema
es que había luchado por el bando equivocado, como gran parte de su familia, y
esta era su penitencia, para expurgar su pecado. Aún así, allí acababan todos
convirtiéndose en camaradas.
―Anda, tomad.
Pero agachaos cuando fuméis—dijo, sacando un paquete blanco con letras doradas
de uno de los bolsillos de su guerrera y lanzándoselo al Salmantino.
―¡Leches! ¡Un
paquete entero de Juno!—se sorprendió
el Salmantino, cuando cazó al vuelo la ansiada presa.
―¡Olé!
¡Siempre he dicho que el Soviético era el mejor guripa de la compañía!—aclamó
el Orejas, satisfecho—¡Pásame uno!
Unas cuantas
horas más y los relevarían. Con suerte podrían volver a calentarse. Nunca había
pasado tanto frío como el que hacía en el norte de Rusia. El Orejas había
combatido en la guerra de España y, aunque procuraba no hablar del tema, a él sí
le había contado varias de sus experiencias, quizá porque sabía que su
situación era parecida. Incluso llegó a reírse mucho cuando le confesó las
razones por las cuales se había presentado voluntario. El caso es que el Orejas
le había relatado sus vivencias padecidas en las trincheras durante el invierno
del treinta y ocho, en el frente de Aragón, por lo que le había enseñado
algunos de los trucos tan necesarios para que no se te «congele el alma», como
solía decir.
―Llevan ya
casi diez días diciéndonos que los ruskis
están preparando una ofensiva contra nosotros, pero lo único que ocurre es que
se nos están congelando los huevos. Yo creo que ni habrá ataque ni na de na—comentó el Salmantino, para después dar una larga chupada a su
cigarrillo, iluminándosele la cara a la poca luz de la fría noche casi polar.
―Pues el
capitán Oroquieta está muy seguro de que atacarán, tarde o temprano—replicó el
Orejas—. Dice que nuestra posición es de vital importancia estratégica, ya que
estamos sobre la carretera y el ferrocarril de Moscú. ¿Tú qué opinas,
Soviético? Debes saber cómo piensan tus tovarich—tras
lo cual se rió de su propio chiste, ya tan manido.
―Puede ser…—respondió
de forma lacónica.
―No te metas
con él, Orejas, que nos ha dado cigarrillos—le recriminó el Salmantino,
prosiguiendo—. Lo que no puedo entender es que nosotros estemos en la parte más
peligrosa de todo el frente, justo sobre la carretera. ¿No se supone que somos
el batallón de reserva? Pues deberíamos estar en retaguardia, calentitos, y ya
nos llamarían para acudir a cualquier posición atacada, para ayudar, como
siempre. Pero no, aquí estamos y, además, de avanzadilla.
―No te quejes,
Salmantino, ¿tú no habías venido a cazar comunistas?—le preguntó el Orejas,
sonriente.
―¡Toma!, pues
claro. Pero aquí lo único que voy a cazar es una pierna congelada, porque ni
siquiera podemos levantarnos para moverlas.
―Hay demasiada
tranquilidad los últimos días…—declaró él, con evidentes signos de
preocupación.
―La calma que
precede a la tempestad—auguró el Orejas—. Yo creo que el capitán tiene razón.
Esos de ahí—señaló hacia el norte—llevan ya mucho tiempo quietecitos. Además,
¿os habréis enterado de lo del desertor, no?
―¿Qué
desertor?—preguntó el Salmantino, con cara de no comprender nada.
―Ayer escuché
que habían capturado a un desertor, un ucraniano por lo que parece, y confirmó
lo de la ofensiva—explicó el Orejas.
―¿Y para
cuándo?—el Salmantino se mostraba escéptico.
―Eso ya no lo
sé, aunque ayer, ¿os acordáis de lo del pequeño bombardeo que sufrimos? Pues me
encontré después con un conocido, el Lete, sí, ese que es enlace de
artillería—aclaró el Orejas, ante la expresión interrogativa de sus compañeros—,
y me dijo que tenía toda la pinta de un bombardeo de rectificación, para
escoger bien los puntos a machacar.
―Deberíamos
comprobar la MG…—propuso él.
―Sí, hombre.
No tengo otra cosa que hacer que quitarme los guantes—se rió el Salmantino,
que, como buen veterano de unos pocos meses, había aprendido a fumar con sus
manos enguantadas.
El Orejas se
puso en pie, después de tirar su cigarrillo Juno
consumido. Él iba a imitarlo, cuando el primero dijo.
―Mirad, ya
amanece. Se ven luces por detrás de Kolpino.
Era raro que
amaneciese por el norte, fue lo primero que pensó. Además, aún faltarían unas
buenas dos horas para ello. Estaba incorporándose cuando notó un ligero temblor
bajo sus pies. Qué extraño.
―¡Al
suelo!—escuchó gritar al Orejas.
Y la mañana sin
luz se convirtió en un infierno. Se sucedieron explosiones por todo alrededor.
Y un dolor en la cabeza. Mucho dolor y oscuridad. Una oscuridad infinita.
―¡Mamáaaaaa!—gritó
Julio, incorporándose en su cama.
―¿Qué pasa,
cariño?—llegó Laura corriendo a la habitación del niño, vestida solo con su
camiseta de dormir. Se sentó en su cama y le abrazó—¿Otra vez las pesadillas?
1
Laura García
Solera era la madre de Julio García Solera. Ya está. Eso es lo que podía poner
en su curriculum vitae.
Laura había
sido una chica guapa, alegre, extrovertida, estudiosa, buena compañera, amante
de la música, de la playa, de la lectura, de la lectura en la playa…Ahora era
una mujer de treinta y tres años, y madre responsable. O todo lo responsable que
se podía ser en ese Cádiz sin futuro a la que la UNESCO había otorgado el título de «Capital del Paro». O al menos
es lo que a ella le gustaba pensar, imaginándose la ceremonia oficial de
entrega del título en el Salón de Plenos del Ayuntamiento, repleto hasta arriba
de políticos, banqueros, constructores y sindicalistas, aplaudiendo con sus
manos, las mismas que usaban para agarrar con fuerza toda comisión que
revolotease cerca, con la sonriente alcaldesa recogiéndolo: un cartón dorado
con las palabras «tengo ziete ijo y no tengo pa comé».
Año dos mil
catorce, Cádiz. O año 7 d.c. (después de la crisis), Cádiz. La ciudad que vive
de subvenciones y de Cáritas, pero donde la gente es feliz con su cervecita, su
pescaíto frito, su playa y, sobre
todo, sus carnavales. Pero Laura amaba su ciudad y, quizá por cobardía, nunca
se había planteado el abandonarla y buscarse la vida por otros lares. Lo más
cerca que había estado de haberse largado, y solo por unos meses, fue cuando le
salió la oportunidad de apuntarse al Erasmus
en Cracovia. Habría resultado apasionante, por todo lo que significaba el Erasmus, no porque le hubiera sido de
mucha utilidad, profesionalmente hablando. Además, su polaco era tan bueno
antes como ahora, diez años después. O sea, que no tenía ni idea. El embarazo
de Julio rompió sus planes de viajar a Polonia. Como tantos otros. Ella tenía
planificada toda su vida: Erasmus,
fin de carrera, cursos de doctorado, doctorado, para terminar dando clases en
la Facultad de Filosofía y Letras. Pero la vida le había planificado a Julio y
todo lo demás se esfumó.
La madre
responsable en la que se había convertido solo tenía tiempo para trabajar de
limpiadora durante las mañanas en la casa de una viuda de buena posición venida
a menos, situada en el barrio de Bahía Blanca, un barrio también de buena
posición venido a menos. Y las tardes las alternaba limpiando las oficinas de
una consultoría laboral y de un despacho de abogados. Con todo ello apenas
llegaba a los seiscientos euros mensuales. Y en negro, aunque las oficinas en
las que trabajaba parecieran legales a sus propios clientes.
Una madre
también preocupada por las pesadillas de su hijo. Hacía al menos un año que no
las sufría. La otra vez que le había ocurrido, Julio estaba a punto de cumplir
ocho años y le contó historias extrañas que se asemejaban mucho a las vivencias
de un soldado. Llegó incluso a plantearse la posibilidad de acudir a un
psicólogo infantil, pero los precios eran prohibitivos. Por fortuna, las
pesadillas acabaron remitiendo. Pero ahora, parecía que habían vuelto. Podría
aprovechar que Julio era un poco más mayor para que le relatase detalladamente
esos sueños. Algún significado debían tener. O no. Aunque lo más importante era
averiguar la razón de que se reprodujeran de nuevo. Estaba muy de moda lo del «acoso
escolar». Quizá una charla con su profesora no viniera mal, para informarse si
Julio lo pasaba mal en clase. O tal vez fuera un problema de rebeldía. En un
mundo donde todos los niños de nueve años ya tenían teléfono móvil con guasa, ordenador portátil, playsteishon y nosequé cuantas cosas más, su pobre Julio solo tenía un tablero de
ajedrez sobre el que, de vez en cuando, echaba unas partidas con su madre.
―¿Ya está mi colacao?—preguntó Julio, entrando en la
diminuta cocina de la pequeña casa que ocupaban solo para ellos dos.
―Sí, pero
tómatelo rapidito, que ya vamos tarde—le apremió Laura.
Como todas las
mañanas, al menos de lunes a viernes, Laura acompañaba a Julio al colegio. Solían
ir andando, pues se ahorraban una buena cantidad si así lo hacían. Además, otra
de las cosas que a Laura le encantaba era caminar por su ciudad y tampoco
perdían tanto tiempo en ello, porque la distancia era de unos veinticinco
minutos. Vivían en un cuchitril del barrio del Pópulo. Un piso casi
destartalado que, antiguamente, había sido la típica casa de vecinos gaditana,
siendo lo único que podía permitirse Laura. Aún así, se llevaba la mitad de su
sueldo mensual. Con el resto, trescientos míseros euros, debía hacer encaje de
bolillos para llegar a fin de mes: agua, luz, teléfono móvil, comida. No lo
hacía mal del todo, lo de las finanzas, pensó. Si los políticos hubieran hecho
lo mismo que ella en los años anteriores, otro gallo cantaría. Pero claro,
entonces no podrían colgarse todas las medallitas mientras cortaban inútiles
cintas inaugurando rotondas sobredimensionadas, aeropuertos fantasmas y
autopistas a ninguna parte.
―Venga, Julio.
Coge la mochila, que no llegamos—le instó Laura.
―¡Otra vez dos
madalenas para el recreo!—se quejó
Julio—¿Por qué no puedo llevar unos donuts,
o un bollicao, como el resto de los
niños?
―Había uno
sobre la mesa, pero como has tardado tanto, se lo han comido los ratones.
¡Vamos!
―¡Qué
mentirosa eres, mamá! ¡Siempre me dices lo mismo!
El trayecto a
esas tempranas horas fue el mismo de los últimos días. Pisaron la calle,
salieron a la Plaza de San Juan de Dios, cortaron por el barrio de Santa María
y llegaron a la «Avenida», después de pasar bajo las Puertas de Tierra, que
eran los restos modificados del antiguo glacis defensivo de la ciudad y que
delimitaban el Cádiz viejo del moderno.
―¿Qué
recuerdas de la pesadilla?—preguntó Laura, mientras caminaban.
―No sé. Eran
unos hombres hablando. Iban vestidos de gris, pero estaban muy sucios. Y se
pusieron a fumar. Apenas se veía nada.
―¿Eran como
los que soñabas la otra vez? ¿Te acuerdas?
―No mucho,
mamá. Pero creo que sí.
―¿Hablaban
entre ellos?
―Sí. Algo de
que iban a atacar o les iban a atacar…puede. No estaban muy seguros. Estaban
rodeados de nieve y hacía mucho frío, eso sí que lo recuerdo.
―¿Y qué más?
―Pues…no
sé…¿Qué es soviético?
―¿Soviético?
¿Uno era soviético?
―Sí, eso me
pareció. O yo era soviético. Porque lo veía como si fuera él.
―¿Toda la
pesadilla la viste como si tú fueras ese soviético?
―Sí, más o
menos…
―Entonces eran
rusos—concluyó Laura.
―¿Qué es
soviético? No me lo has dicho.
―Ah, es
verdad. Soviéticos eran los habitantes de Rusia hace unos años, cuando eran
comunistas. El país se llamaba Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por
lo que a sus habitantes se les denominaba soviéticos.
―Ah…O sea, que
los rusos eran soviéticos, pero ahora no.
―Eso es. Ahora
son rusos. Aunque antes también lo eran—intentó aclararle Laura a su hijo,
dejándolo más confuso si cabe—¿Tú los entendías?
―Sí,
perfectamente, ¿por qué?
―Tú ya sabes
que los rusos hablan ruso, ¿no? ¿No te han enseñado eso en el colegio?
―Pues estos
rusos hablaban español perfectamente, aunque decían algunas palabras que no
entendía. Pero sí las entendía.
―A ver,
explícate mejor...
―No sé, es
difícil…Que ahora que lo pienso, no entiendo todo, pero cuando estaba en el
sueño sí lo entendía, como si fuera una de ellos. Como si fuera el soviético
ese…
―¿Y qué pasó
después?
―Explosiones.
Era de noche, pero empezaron las explosiones y se hizo casi de día. Era muy
raro. Y ya está.
―¿Cómo que ya
está?
―Sí, que ahí
se acabó. Noté un fuerte dolor de cabeza y se puso todo oscuro. Y ahí me desperté.
―Ya…Oye,
Julio…Si alguien se portase mal contigo en el colegio, me lo dirías,
¿verdad?—le preguntó Laura, al recordar su idea del acoso.
―No te lo
diría porque me tomarían por chivato. Pero yo me llevo bien con los demás
niños, mamá.
―No es que me
dejes muy tranquila, la verdad…
―Mamá…
―¿Qué?
―Que ya
estamos en Varela…
―Ah…es verdad,
que no quieres que te vean conmigo. Anda, dame un beso y sigue tú solo.
Julio se
encaminó a la puerta de su colegio, el colegio público Carola Ribed, después de
haber dado el beso requerido por su madre. No se podía quejar. Podría haber
sido peor. Era un buen niño. Cariñoso y listo. Y guapo, aunque claro, ella era
su madre. Qué iba a pensar sino. Pero había sacado el pelo negro y los ojos
verdes de su padre. Del desgraciado de su padre. Peor para él, porque se estaba
perdiendo a un hijo estupendo. Aunque él tenía otros tres hijos, con su esposa.
También había sido mala suerte toparse con él, con lo bien que le habían ido a
ella las cosas hasta entonces. Pero se tenía que haber encaprichado del
profesor más guapo de toda la facultad. Y mira que había profesores gais en
Filosofía y Letras. Y los gais suelen ser guapos. Pues no, en este caso el más
guapo era hetero y, además, un golfo. Después de quedarse embarazada y que él
la rechazase, se enteró de que disfrutaba de cierta fama de rompecorazones.
Aunque, en su caso, fue de rompefuturos.
***
La noche
anterior había llegado al pueblo natal de su padre. Había estado en esa pequeña
localidad varias veces en su vida, por motivos familiares. Aún conservaba tíos segundos
allí, aunque no aquel por el cual le habían puesto su nombre, al haber
fallecido de tuberculosis siendo aún un niño. Él había nacido en Tarancón, la
población más grande de la zona, a unos escasos veinte kilómetros al norte de
donde se encontraba ahora. Pero esos veinte kilómetros podían significar la
diferencia entre la vida y la muerte.
Su padre era
abogado, bien posicionado social y económicamente hablando. Y eso era muy
peligroso en ese lado de España. Ni sus padres ni él mismo, siendo aún un
adolescente, tenían inclinaciones políticas de ningún tipo. En todo caso,
Teófanes, su padre, había estado muy contento el día que se proclamó la
república, hacía unos años. Como persona preparada y no muy creyente, era de
los que opinaba que su país estaba muy por detrás del resto de naciones
europeas. Lo achacaba al analfabetismo de las masas y al aprovechamiento que
los curas hacían de esa circunstancia. Pero quién iba a decirles que, siendo
como eran una familia liberal y para nada monárquica o de inclinaciones
fascistas, se verían en la obligación de salir huyendo de su casa, buscando un
lugar más seguro, a solo veinte kilómetros.
El detonante
para el precipitado empacado de sus maletas había sido el haberse enterado, por
un amigo, del fusilamiento, un par de días atrás, de Antonio y Pepe, padre e
hijo, ambos procuradores y vecinos de Tarancón. Su padre mantenía buena amistad
con ellos, a los que conocía por motivos profesionales, aunque también tenían
cierta relación de parentesco con algunas familias de su pueblo, por lo que
podrían considerarse casi como unos parientes lejanos.
El amigo de su
padre, perteneciente al Comité, le contó, confidencialmente, que el único
delito de los procuradores había sido tener un coche. Al parecer, cierto tiempo
atrás, lo habían usado para trasladar a una vecina hasta un hospital de Madrid,
ya que presentaba unos fuertes dolores en su abdomen. Resultó ser una
apendicitis, de la que fue operada y salvó su vida. El marido de la vecina,
lejos de estar agradecido, denunció a los procuradores por ser unos «señoritos
con coche», en ese primer mes de la guerra, convertido en un esquizofrénico
devenir de falsas acusaciones donde vengar supuestas rencillas y dar salida a
las sempiternas envidias que siempre han corroído a los españoles. Quien sabe,
quizá ese marido estaba deseando librarse de su esposa y los procuradores lo
impidieron, al conseguir llegar a tiempo a un hospital.
Su padre no
necesitó que su amigo le contara la historia dos veces. Ese mismo día cogieron
su coche, pues también tenían uno, y se trasladaron a la casita que tenían en
el pueblo. No es que estuvieran a salvo de sufrir el «paseíllo» por haberse
mudado, pero sí tenían conocimiento que en ese primer mes aún no había habido
ningún fusilamiento, mientras que en Tarancón ya llevaban unos cuantos.
Y allí estaba
ahora, en un perdido pueblo de la soleada Mancha castellana, con poco más de
setecientos vecinos, y con un incierto futuro por delante. ¿Qué pasaría ahora
con el colegio? ¿Podría volver a él después de las vacaciones veraniegas? ¿Eso
que tenía eran vacaciones veraniegas o un autoexilio? Aún así, debía sentirse
afortunado por que todo eso del «levantamiento» y la guerra hubiese ocurrido en
julio, cuando ya él estaba en Tarancón, con sus padres. Hacía solo unas semanas
que había vuelto de Madrid, donde residía como interno para poder asistir a la Institución Libre de Enseñanza. Había
sido una cabezonería de su padre, que quería un próspero futuro para su hijo y
no lo veía en las escuelas a las que podía asistir en la pequeña Tarancón.
Después de dar
varias vueltas más en su cama, se levantó. Aún era temprano. Se dirigió al
cuarto de baño, encendió la luz y echó un poco de agua en la jofaina, con la
que se lavó la cara. Se debía acostumbrar a que allí no hubiera agua corriente,
a diferencia de su casa de Tarancón o la residencia de estudiantes de Madrid.
La noche anterior, nada más llegar al pueblo, su madre le encargó que cogiera
agua de la Fuente del Pilarejo, que quedaba apartado de aquel. Tenía su gracia
que un pueblo cuyo nombre comenzaba por la palabra Pozo no dispusiera ni de agua
corriente ni de pozo dentro del pueblo, excepto el que usaban las acémilas, cuya
agua no era potable, solo servía para fregar.
Se miró en el
espejo y este le devolvió la cara de un desconocido. ¿Quién era? No conocía a
ese muchacho. O sí, pero era la primera vez que lo veía. «Julio», escuchó que
alguien decía, mientras se seguía investigando en el espejo. «Julio, despierta
ya cariño».
Y Julio
despertó, pero en otra cama diferente de la otra de la que se había levantado
hacía poco. Y su madre estaba a su lado. Su madre la de siempre. Y le daba un
beso.
―Buenos días. ¡Qué
cara tan rara tienes! ¿Qué te pasa?
―Nno…na…nada…que
he vuelto a soñar…
―¿Otra
pesadilla?—preguntó Laura, preocupada.
―No. Pero ha
sido muy raro. ¿No puedo seguir durmiendo?
Laura se rió y
se quedó más tranquila. Que no hubiera sido una pesadilla ya era algo bueno.
Tal vez.
―No, venga,
gandul, que hay que ir al colegio. Vamos, que es viernes. Mañana podrás dormir
más.
El ritual fue
el mismo de todas las mañanas, incluida la queja habitual de Julio por
encontrarse con dos magdalenas para el recreo.
Esta vez Laura
le preguntó antes, pues veía que su hijo estaba bien. Iban callejeando por el
barrio de Santa María cuando inició la conversación.
―Cuéntame
ahora, Julio, eso de que tu sueño ha sido muy raro. ¿Has soñado hoy también con
el soldado ruso aquel?
―No. Eso es lo
raro. Era otra persona, creo, un chico, más mayor que yo. Tendría catorce o
quince años. Y era español. Pero lo raro es que he sentido lo mismo que cuando
soñé con el soviético.
―Explícame eso
de que has sentido lo mismo—le acució Laura.
―Sí. Era como
si el soviético y ese niño fueran la misma persona. Incluso vi su cara, o mi
cara, porque me estaba mirando a un espejo.
―¿Y como era?
―No sé…más
alto que yo, porque es mayor…y rubio, no muy rubio, pero sí con el pelo claro.
Estaba empezando a salirle un bigotillo…—y Julio se puso a reírse,
recordándolo.
―¿Y era guapo?
―No sé, mamá,
qué cosas tienes…pero sus ojos eran azules. En eso sí me fijé.
―¿Por qué
dices que era español?
―No estoy
seguro, pero me dio esa sensación. Además que pensó algo de un colegio de
Madrid, la institución nosequé…
―¿La Institución Libre de Enseñanza?—cayó en
la cuenta Laura.
―Sí, eso es.
¿Cómo lo has sabido?
―Porque se
habló de ella en Historia de la Literatura, una asignatura que yo tenía en la
Facultad. Era un colegio, no sé como explicártelo, un colegio como el que tú
vas ahora, pero que se fundó hace muchos años.
―¿Y qué
importancia puede tener un colegio como el que yo voy ahora?—Julio no lo podía
entender.
Laura se quedó
mirando a su hijo. El pobre, era tan pequeño y debiendo hablar de sueños que
quizá ni un adulto entendería. Se pararon en el semáforo de la Cuesta de las
Calesas y lo cruzaron cuando se puso en verde.
―Es que en esa
época muchos colegios eran de la Iglesia, pero los que eran públicos, como al
que tú vas, también tenían enseñanza religiosa. Además, la gran mayoría de los
colegios estaban diferenciados entre niños y niñas. Sobre todo los religiosos,
porque en los colegios de curas estudiaban los niños y en el de monjas, las
niñas. La Institución Libre de Enseñanza
era como tu colegio, donde vais niñas y niños juntos y no hay curas ni monjas y
la enseñanza es aconfesional, es decir, que no se estudiaba religión ni nada
por el estilo.
―O sea, que
antes todos los colegios eran como San Felipe o Las Esclavas, ¿no?—ató cabos
Julio.
―Sí, pero
peor. Ahora los colegios de curas y monjas también son mixtos, pero antes no lo
eran, aunque no creas que hace mucho que eso ha cambiado. Puede que unos veinte
años.
―¿Y por eso
eran peor?
―Bueno, sí,
por eso y también porque los curas y las monjas tenían las manos muy largas…no
todos, pero sí muchos de ellos. Y los profesores de los colegios públicos
también—ante la cara de incomprensión que vio en Julio, Laura prosiguió—. Lo
que quiero decirte es que antes los maestros les pegaban cachetadas a los niños
que se portaban mal en el colegio.
―Entonces sí
que era peor…
―¿Quién sabe?
Habría alguno que le gustara pegar a los niños, otros solo les pegarían cuando
se lo hubieran merecido. Una bofetada a tiempo arregla muchas cosas.
―Mamáaaaa…
―O sea, que
ese niño con el que soñaste era de Madrid, ¿no?—cambió de tema Laura, al
haberse metido en un peligroso jardín.
―No, no era de
Madrid. Creo que estudiaba en ese colegio en Madrid y que estaba de vacaciones
cuando empezó una guerra. Él era de otro sitio…¿Tarancón? Sí, podría ser
Tarancón. Nunca lo había oído, aunque tampoco estaba allí cuando soñé con él,
estaba en un pueblo cercano cuyo nombre tenía que ver con Pozo y, creo, que
algo más…
―Tarancón es
un pueblo de la provincia de Cuenca. El Pozoese no lo sé, pero si está cercano
ya me enteraré de cuál es. ¿Qué más? Que ya nos acercamos a Varela.
―Algo de
fusilamientos, procuradores y abogados. Uno que era de un comité. Ya no
recuerdo nada más…
―Está
bien…pero, ¿tú cómo te sentiste? ¿Lo pasaste mal?
―No, mamá, ya
te lo dije. Era como un sueño, no una pesadilla. No sé, como si sintiese lo que
sentía él, ya está.
―¿Y qué sentía
él?
―Estaba
asustado. Tenía miedo de lo que le podría ocurrir, a él y a sus padres. Y el
padre tenía un nombre muy raro, sí, Teofasio o algo por el estilo…Mamá, Varela…
―Vaaaale…anda,
dame un beso…
Laura se
despidió de Julio y se dio la vuelta, para encaminarse a casa de doña María.
Aunque fuese viernes y el último día de la semana escolar de Julio, ella
debería acudir también al día siguiente, aunque un poco más tarde. Quizá esa
noche pudiera investigar algo por Internet. Hacía un par de años que había
comprado un ordenador portátil de esos que había «regalado» la Junta de
Andalucía a los niños, como complemento escolar. Su hijo era demasiado pequeño
cuando los dieron, por eso no tuvo la suerte de que le tocara uno. No es que
tampoco fueran muy buenos. Solo disponían de lo básico, pero a ella le bastaba
para poder robarle wifi a un vecino
incauto que no tenía protegida su señal. No le quedaba más remedio, si quería
estar conectada con el mundo, porque no quería gastar dinero para pagar una
línea de Internet. Lo veía más como un lujo que como una necesidad. De hecho,
el ordenador de la Junta lo había comprado en el rastrillo por solo cincuenta
euros. Y, aún así, le había supuesto un sacrificio.
Lo que sí
tenía claro era que la guerra del verano, junto con la Institución Libre de Enseñanza, le daban como resultado la guerra civil
española. Si a eso se sumaba el tema de los fusilamientos, era más que seguro.
Pero, ¿qué relación podría haber entre la Guerra Civil y un soviético? Quizá
pudiera tratarse de uno de los rusos que llegaron a España como asesores del
gobierno supuestamente legal. Primero llegaron como asesores y luego
pretendieron quedarse con todo, hasta con el famoso «oro de Moscú». Por
llevarse, se llevaron hasta un montón de niños, con la vana esperanza de sus
padres de que estarían mejor en la URSS que en una España dictatorial. Los años
posteriores les demostraron cuán equivocados estaban. ¿Cuántos de esos niños,
ya jóvenes, murieron defendiendo el estalinismo contra las hordas nazis, en la
Gran Guerra Patriótica? Laura pensaba que eran dos ideologías por las que no
merecía la pena luchar y, menos, sacrificar tu vida.
Ya llegaba a
casa de doña María, en un decadente edificio de Bahía Blanca. Hoy era viernes,
por lo que tocaba limpieza de cuadros. Ese día siempre le venía a la memoria lo
del horror vacui. ¿Cómo era posible
que en un piso de unos cien metros cuadrados hubiera más de cien cuadros?
Parecía una pinacoteca y ella debía pasar el plumero por todos y cada uno de
ellos, todos y cada uno de los viernes. Laura, como aficionada al arte, aunque
fuese a través de su portátil de la Junta, porque nunca había podido viajar,
hubiera quemado al menos el noventa por ciento de los cuadros de la vieja. No
valían nada y, además, ofendían su buen gusto. Suponía que muchos de ellos solo
eran meras excusas para poder colgar los marcos, que eran todos muy elaborados
y tenían que haber costado una fortuna en su época. Ahora no tanto, porque casi
todos estaban apolillados, excepto aquellos cuyas maderas eran nobles. En fin,
ella debía ganarse la vida, y había peores maneras que la suya. O eso creía.
Doña María era
la viuda de uno de los «marinos ilustres» de la nación. Su marido, de familia
de rancio abolengo, había llegado a capitán de navío y había sido nombrado
director del Instituto Hidrográfico de
Cádiz. Era otro de los quehaceres de Laura todos los viernes, limpiar el
despacho del omnipresente capitán de navío. Hacía ya unos treinta años que
había colgado sus galones para depositarlos en su ataúd, pero la vieja quería
que su despacho se mantuviera como por entonces. Y a ella le tocaba limpiar un
despacho que mostraba, por doquier, también con horror vacui, multitud de cartas náuticas y portulanos. Laura, como
estudiante que había sido de Geografía e Historia, los había observado con
fruición, pero ahora ya no les prestaba atención alguna, excepto para pasarles
el plumero.
―¿Te has
enterado de lo del político corrupto ese?—le preguntó doña María, nada más
entrar en la casa.
―¿Cuál de
ellos, señora? Hay tantos…
―Si es que no
sé dónde vamos a ir a parar…lo que yo te diga, esto en tiempos del Caudillo no
pasaba…
―Sí que
pasaba, señora, pero no nos enterábamos…o no os enterabais, porque yo aún no
había nacido—respondió Laura, sonriendo.
―Claro, me vas
a decir tú lo que pasaba o no pasaba, cuando me reconoces que ni siquiera
habías nacido—hoy la vieja tenía ganas de jarana. Quizá esta era una de esas
mañana que en lugar de rezar el rosario nada más levantarse, cantaba el Cara al Sol.
―No, no lo he
vivido, señora, pero jamás se ha visto que una dictadura sea menos corrupta que
una democracia. Sí puedo estar de acuerdo en que había muchas menos manos para
meterlas en las cajas, que también estaban más vacías, pero ya está.
―Lo que tú
digas. ¡Ayyyy!, si Franco levantara la cabeza…
―Pues se le
caería, señora, que lleva casi cuarenta años muerto—respondió Laura, riéndose
por lo bajo.
―¡Roja! ¡Eso
es lo que tú eres! ¡Una roja! Venga, a tus tareas. Ya sabes, los cuadros—por
fortuna, doña María no quería seguir hablando de política.
―Lo que usted mande,
señora.
Esa misma
noche era perfecta para ponerse a investigar un poco, después de cenar. Los
viernes no echaban gran cosa en la tele y ella era ferviente retractora de
programas como los que ponían en el canal que tenía sintonizado en el número
cinco. Le parecía indignante que una «parada de monstruos» como esa mostrase
sus vergüenzas y desvergüenzas públicamente, con teatrillos de lo más chabacano
y que, por ello, algunos de esos «monstruos» cobrasen más que un ingeniero, un
cirujano o un arquitecto. Pero más indignante le parecía que una gran cantidad
de españoles se quedaran pegados a las pantallas disfrutando de las miserias
ajenas, quizá porque, al ser ajenas, mitigaban las propias.
Encendió el
portátil de la Junta y se conectó a Internet, mediante el wifi mangado al vecino. Abrió el «gugle» y comenzó a navegar. Lo
malo de las búsquedas por Internet es que, si no te andabas con cuidado, acababas
en las páginas más insospechadas, terminando por olvidar qué era lo que te
había llevado hasta allí. Navegar por Internet. Laura prefería llamarlo naufragar
por Internet.
Se le ocurrió
teclear «poblaciones de la provincia de Cuenca». Le salió un listado de páginas
posibles y eligió pinchar una de ellas. Era una curiosa página en la que salía
el listado completo de los pueblos de esa provincia. En seguida se dio cuenta
de la diferencia fundamental entre las poblaciones de la provincia de Cádiz con
las de esa provincia manchega. En Cádiz hay menos pueblos pero con muchos más
habitantes. En cambio, en Cuenca había multitud de pueblos de sólo cien habitantes.
Hizo un recuento, solo por diversión, y le salió que en Cuenca había casi
doscientas cincuenta poblaciones. Por el contrario, en Cádiz no llegaban a
cincuenta.
Se fue a los
pueblos de Cuenca que empezaban por «Pozo». Vio que había cuatro. Qué poco originales,
fue lo primero que pensó. Primero estaba Pozoamargo, con trescientos ochenta y
seis habitantes. Después había otro cuyo nombre era Pozorrubielos de la Mancha,
con trescientos diecisiete vecinos. El tercero era Pozorrubio de Santiago, con
cuatrocientos doce. ¡Guau!, este pueblo era grande, se rió. El último se
denominaba El Pozuelo, con ciento seis personas empadronadas allí. Era un buen
comienzo, pero seguían siendo cuatro los posibles.
Recordó que
Julio le había comentado que ese pueblo que empezaba por «Pozo» estaba cerca de
Tarancón. Se le ocurrió buscar una página de distancias entre pueblos y dio con
ella. Fue poniendo en un lado Tarancón y en el otro uno de los cuatro pueblos
de la pequeña lista. Cuando acabó, el resultado final fue: Tarancón-Pozoamargo,
cien kilómetros; Tarancón-Pozorrubielos de la Mancha, ciento uno;
Tarancón-Pozorrubio de Santiago, veintidós; Tarancón-El Pozuelo, casi noventa y
dos. Parecía que Pozorrubio de Santiago vencía por una cabeza. Debía tener en
cuenta que las distancias en esa época eran diferentes a las de hoy en día, en
que las carreteras son mucho mejores. Debía ser Pozorrubio.
Laura se
levantó de su asiento y fue hacia la habitación de Julio. Suponía que no
estaría durmiendo aún, pues el día siguiente era sábado y no tendría colegio.
Lo vio en su cama, leyendo. Y fue una imagen gratificante. Sí que es verdad que
los niños imitan a sus mayores. Cuántas veces habría visto Julio leer a su
madre. Ella no podía despilfarrar comprando libros, si esa fuera la expresión
exacta, pero siempre había al menos un par de ellos en casa, cogidos de
préstamo en la biblioteca cercana al edificio de la Diputación.
―¿Qué
lees?—preguntó Laura desde la puerta del dormitorio, viendo a Julio pegar un
respingo en ese momento.
―Ay, mamá, qué
silenciosa eres. No te había escuchado. Es el primero de Harry Potter, que me lo ha dejado Alejandro.
A Laura le
pareció gracioso que Alejandro le dejara un libro a Julio. Su hijo no sabía que
ella le había puesto ese nombre por Julio César, uno de sus personajes
históricos favoritos. Otro era Napoleón, el padre de la nación francesa, pero
no podía ponerle ese nombre a su hijo, con el cual quedaría marcado para toda
la vida y sería el hazmerreír en el colegio. Los niños eran muy crueles.
―Muy bien. Así
me gusta, que leas. ¿Es divertido?
―Sí, eso
parece. Acabo de empezarlo.
―Julio, te
quería preguntar. A ver—Laura se acercó y se sentó en la cama de su hijo—. ¿Te
acuerdas del nombre del pueblo donde estaba el chico ese de tu sueño?
―Nunca lo
dijo, mamá…
―¿Podría ser
Pozorrubio de Santiago?
―¿Pozorrubio
de Santiago? ¡Sí! Sí, mamá, creo que es ese. O al menos tengo la sensación de
que sí. ¿Cómo lo has averiguado?—Julio estaba sorprendido.
―¿Qué te
crees? ¿Qué tu madre es tonta? Aquí donde me tienes, soy una auténtica Hércules Poirot—le dijo Laura,
sonriendo.
―¿Quién es ese
Hércules Puaró?
―Un detective
muy bueno. Pero no existió, es solo un personaje de novela. Puedes leer un poco
más, pero no hasta muy tarde, ¿eh?
Laura, como
toda madre, pues parecía que eso venía con los genes XX, arropó a Julio y le arregló la cama, dejándolo como si fuera
Tutankamón, para después darle un beso de buenas noches y volver junto al
portátil, que lo tenía en el salón, saloncillo más bien.
Trasteó un
poco más por Internet, aprovechando la generosidad ajena. Revisó un poco por
páginas que hablaban de la Institución
Libre de Enseñanza y se dio cuenta que esta no había desaparecido en mil
novecientos treinta y nueve, con la victoria de las tropas franquistas en la Guerra
Civil, sino que había dejado de funcionar tres años antes, con el inicio de
esta. Le pareció curioso que sus alumnos se quedaran sin clases los casi tres
años que duró la Guerra Civil. Y si dejó de funcionar un colegio liberal como
la Institución Libre de Enseñanza, ni
que decir tiene qué ocurriría con todos los colegios de curas y monjas que
habría en el lado republicano. Y recordaba que Julio le había contado que aquel
chico rubio estaba estudiando, aunque estuviera de vacaciones en esos momentos.
La Guerra Civil estalló un dieciocho de julio, en pleno verano, así que ese
chico se quedaría sin colegio el resto de los años. De eso no se solía hablar
en las tertulias ni en los estudios que ella había leído sobre esa interesante
aunque vergonzante época, pero había que reconocer que una generación entera de
adolescentes sufrió una enorme merma en su crecimiento intelectual y eso, a la
larga, pasaría factura a un país pobre en intelectuales, o con un gran número
de analfabetos. Eran otras víctimas de la Guerra Civil.
Deseando que
Julio pudiera pasar una noche tranquila, sin pesadillas ni sueños extraños,
Laura apagó su portátil y se fue también a la cama. Aunque en el fondo sí que
tenía cierto inconfesable deseo de que su hijo avanzase en la interesante historia
que se abría paso por sus vidas.