Hay
un subgénero literario que está tomando gran peso específico
últimamente, que es el de los zombies. A muchos les hará gracia que
se escriba tanto sobre algo que no existe, pero si nos damos una
vuelta por la calle vemos que esto no es así: los zombies están por
todas partes, rodeándonos.
Por
supuesto no hablo de zombies reales, sino figurados, y son todos
aquellos que viven ajenos a su mundo, o quizá no. Puede que estén
tan inmersos en el mundo que habitan que no saben que hay otras
formas de vivir diferentes a la impuesta. Lo que hacen, para no
salirse de la norma, es cerrar sus ojos y arremeter contra todo el
que quiera vivir de forma distinta.
De
lo que hablo es del consumismo y de sus consecuencias. Nuestro
planeta es muy rico y daría cabida a gran cantidad de miles de
millones de habitantes, pero para ello tendríamos que ser unas
personas responsables y cuidadoras de nuestro medio ambiente. La
responsabilidad y la buena educación son los pilares fundamentales
para que nuestra sociedad pudiera llegar a ser sostenible.
Con
la llegada de la televisión comenzaron a producirse gran cantidad de
anuncios publicitarios empujándonos a consumir más y peor. No es
que antes no hubiera publicidad, pero la radio y la prensa escrita
carecen de la fuerza del medio audiovisual. Los gobiernos
neoliberales han visto que el consumismo desaforado es su gran
aliado, porque el que hace cola delante de una tienda de Apple
durante ocho horas para comprar la última novedad innecesaria no se
pregunta quiénes somos y adónde vamos, se pregunta cuándo abrirán
de una vez.
Así,
desde pequeños están educándonos para consumir, pero no para ser
buenos consumidores, con criterio y raciocinio, sino para ser
compradores impulsivos y compulsivos. ¿Por qué? Es fácil, porque
si el dinero que ganas con tu esfuerzo lo gastas todo tal y como te
llegue, irá a parar de nuevo a las manos de los que gobiernan el
mundo, que no son los políticos, sino las grandes corporaciones
empresariales, capaces de derrocar gobiernos, sumir a ciertos
sectores en puntuales crisis recicladoras y hacer saltar guerras
intestinas purificadoras. Volviendo a mis viejas ideas de «a quién
beneficia» y a la de «la navaja de Ockham», vemos que esto es así,
puesto que de una forma u otra las grandes corporaciones
empresariales son las que siempre salen ganando de cualquier «fregao»
que se monte en cualquier parte del mundo.
La
alianza entre las grandes corporaciones empresariales y los gobiernos
mundiales no sólo radica en que son las primeras las que quitan y
las que ponen a los segundos, sino también en la cuestión
impositiva. Nos echamos las manos a la cabeza cuando descubrimos que
en siglos anteriores existía algo así como el «diezmo», que era
pagar un 10% de los frutos al señor o a la Iglesia. Pero, ¿quién
paga hoy en día el 10% de impuestos? Nadie.
El
contribuyente paga entre un 20% y un 50% de sus ganancias al Estado,
así, sin vaselina ni nada. Con lo que le resta, paga un 21% de IVA
por cada producto consumido. Si tiene cualquier propiedad, debe pagar
IBI. Si tiene vehículo, debe pagar el impuesto de circulación.
Cualquier servicio fundamental (energía, agua), posee su impuesto
específico. Lo poco que le quede a su muerte, no lo podrán
disfrutar plenamente sus herederos, porque existe el impuesto de
sucesiones, al menos en Andalucía.
La
presión fiscal de las sociedades actuales es demoledora, pero nos
callamos y pagamos, porque estamos en un régimen de libertad (¿?).
Y el dinero que nos queda lo gastamos de forma estúpida en caprichos
excesivos e innecesarios, que la publicidad ha logrado con engaños
hacernos creer que no podríamos vivir sin ellos. Son productos que
revierten el dinero a las grandes corporaciones empresariales, aunque
no todo, porque parte va a sus aliados, los gobiernos, en forma de
impuestos.
El
usar y tirar se ha vuelto una forma natural de consumo. Si alguien
hiciese cuentas de lo que valen los envases de los productos
consumidos que diariamente tiramos a la basura, quizá despertáramos
de esta mala pesadilla que vivimos. Además, estos envases no salen
gratis, no ya monetariamente hablando, sino en lo que respecta al
daño que estamos infligiendo en el planeta en el que debemos seguir
viviendo, convirtiéndolo en un enorme vertedero.
Estamos
destruyendo las últimas reservas verdes del planeta para poder tener
muebles baratos y, así, poder cambiar la decoración del salón cada
tres años. ¿De verdad que es necesario? Todos hemos vivido en las
casas de nuestros padres, donde la entrada de una mesa nueva era todo
un acontecimiento. Y no pasaba nada, porque la mesa vieja estaba bien
fabricada y cumplía a la perfección con su cometido.
Estamos
ciegos, pero además locos. Yo he conocido parejas trabajadoras que
entre ambos cobraban más de 3 000 euros mensuales y que les costaba
llegar a final de mes. ¿Cómo es posible?
Y
es que la codicia que nos achacaban los indios norteamericanos sigue
corroyéndonos. ¿Para qué quiere Bill Gates 86 000 millones de
dólares? ¿Y Warren Buffet 75 600? ¿Y Jeff Bezos 72 800? Y sólo he
mencionado a los tres más ricos del mundo según la última lista de
la revista Forbes. Me parece absurdo y fusilable que haya
personas con esas disparatadas cantidades de dinero mientras otra
gente no tiene ni para beber agua, la necesidad más acuciante del
ser humano (en realidad no lo es, ya que es respirar, pero por ahora
es gratis, gracias a que las grandes corporaciones empresariales no
se han dado cuenta todavía y no nos cobran por ello. Los gobiernos
tampoco, y no se rían, porque el gobierno español nos cobra por el
sol que consumimos).
Y
si me parece fusilable no es por otra cosa que por la forma en que
esta gentuza ha acumulado tal cantidad de dinero. ¿Se creen que
Amancio Ortega ha acumulado más de 50 000 millones de dólares
siendo bueno y justo con sus trabajadores? No, lo ha podido hacer
porque la mayoría de sus productos estarán fabricados por esclavos
modernos del sudeste asiático. No sólo son baratísimos los
productos elaborados en tales países, sino que además se quedan
ellos con las consecuencias medioambientales de su barata
fabricación.
Pero
lo que ocurre con Amancio Ortega pasa con todos los miles de
muchimillonarios que hay. Para que ellos hayan llegado a tal estatus,
hay muchísima más gente pasando penurias, porque la riqueza es como
la energía, sí, aquello que aprendimos en el colegio. Así, la
riqueza ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, por lo que
quiere decir que el que acumule mucha se la está quitando a otros
que quizá la necesiten más.
El
ser humano, mientras puede, se dedica a consumir y a acumular,
olvidándose de vivir. Es como los tontos que van a un concierto en
directo y se lo pasan grabándolo con el móvil, viéndolo todo el
rato a través de una pantallita de seis o siete pulgadas, más
atentos a cómo quedará y qué guay cuando lo suba al Facebook que
en disfrutar del momento.
Las
nuevas generaciones son mucho peores que las anteriores al respecto,
pero sólo nosotros tenemos la culpa, puesto que es a lo que les
hemos acostumbrado y ya no hay vuelta atrás. Me sorprende cuando, en
algún documental, veo a un joven africano viviendo en un poblado
infecto con ínfimos recursos de toda índole y, aun así, es feliz
con la vida que tiene. Si metiéramos a uno de nuestros ninis
allí, sin Coca-Cola, sin cobertura para su móvil de última
generación y debiendo andar diez kilómetros para ir a por agua, iba
a durar dos días, o a lo mejor no, porque al no tener acceso a
Internet cortaría la comunicación con su mentor de la Ballena
Azul.
Se
está yendo todo a la mierda, pero mientras nos dirigimos a nuestra
destrucción seguimos haciendo cola a la entrada de las tiendas
porque están de rebajas fingidas.
El
Condotiero
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