Nos
desayunamos hoy en el periódico, aunque ayer ya se conoció la
noticia por los informativos de las numerosas cadenas televisivas del
país, con el desafortunado titular sobre la muerte de un adolescente
por su propia mano, en este caso una adolescente, con tan sólo trece
años. Es uno de los hechos que más daño pueden hacer a una
familia, ya que si bien la muerte de un hijo de esa edad es algo muy
duro, difícil de ponerse en su pellejo, supongo que si la muerte es
autoinflingida lo es muchísimo más, porque, ¿qué motivos puede
tener un niño o una niña para ello? Ésa es la gran pregunta,
cuando a esas edades apenas se ha comenzado a vivir, ni siquiera
puede tener la frustración de estar en paro, de que su voto no sirva
de nada o cosas así, ya que, como se suele decir, para el Estado es
«cascarón de huevo».
Todos
los que leen este tipo de noticias se echan las manos a la cabeza,
porque el sistema está fallando. Parece ser que la niña sufría
acoso escolar, eso que ahora está tan de moda, como otros de los
niños de edades similares que en los últimos años han tenido el
mismo fin. Es como si junto a Internet, los teléfonos móviles y las
redes sociales se hubiera inventado eso del acoso... vamos, lo que
toda la vida han hecho los «abusones», para qué nos vamos a
engañar. Entonces no es que sea algo nuevo, ya que siempre ha habido
niños más crueles que el resto, dentro de que la poca experiencia
que tienen los niños los hacen ser crueles, al no tener desarrollada
la empatía, ya sea autodidacta o aprendida de otros. Todos conocemos
casos en nuestros colegios, cuando teníamos edad escolar, fuera
cuando fuese aquello, de niños que insultaban a otros, ya fuera por
estar gordo, por llevar gafas, por ser menos listos que el resto, o
empollones, o tener algún defecto físico. No es nuevo, repito, lo
que sí ocurre es que ahora, con las redes sociales y con el mundo
más pequeño, los insultos llegan más lejos y, de ahí, que
tengamos la apariencia de que duelen más, aunque no sea cierta.
Como
buenos españoles que somos, ahora tenemos que buscar a los
culpables, que, por supuesto, no somos nosotros. Los padres querrán
imputarle la muerte de su hija a los niños maleducados, a los
profesores, al director del instituto, al inspector de educación, a
la policía y al sursum corda. Jamás, de ello estoy seguro,
llegarán a la conclusión que para mí es la más obvia: la culpa es
de la niña y de ellos mismos. Sé que es muy duro decir algo así,
pero las verdades lo son, independientemente de a quién duelan. La
sociedad también es culpable, cómo no, pero no por lo que se cree,
sino por permitir que los padres eduquen a los niños de la forma en
que lo están haciendo. Si digo que la culpable en primera instancia
es la niña, angelito, es porque la decisión de suicidarse fue
exclusivamente suya, de nadie más. Por mucho que pensemos que sólo
tenía trece años, debemos recordar que es una edad en la que ya
podría ser madre y que si la naturaleza lo permite, será por algo.
No era infrecuente, en sociedades pasadas, que las niñas de esas
edades ya estuvieran casadas e, incluso, que fueran madres. Nuestra
sociedad ha retrasado todo lo posible la maduración de los niños y
hoy en día podemos considerar que una persona no está completa
hasta cerca de los treinta años, cosa que me parece una barbaridad.
Recuerdo el caso de Alejandro Magno, que aún no había cumplido los
dieciocho años cuando estaba comandando un ala del ejército de su
padre en la batalla de Queronea. Hoy en día, con esa edad, no te
permiten ni tirar un papelito inútil a la papelera precintada
conocida como urna electoral.
Pero
no sólo eso, sino que los padres actuales no saben educar a sus
hijos, cosa que ya he dicho en más de una ocasión. Creen que su
responsabilidad acaba cuando los traen al mundo, dejando que sean los
demás los que les dediquen su tiempo, pues ellos carecen de él. En
cambio, para que no se quejen, les dan todo lo quieren, incluso,
algunas veces, lo que no quieren. Así, aparte de tener teléfono
móvil desde los siete años; un ordenador personal en su propia
habitación, sin control supervisado; mando absoluto de los medios de
comunicación del hogar, no sólo la televisión, sino también
acceso a Internet permanente y cosas por el estilo, les dejamos que,
en esa difusa edad de la preadolescencia, sin haberles preparado para
ello, vuelvan a casa a horas intempestivas, habiéndose pimplado una
botella de vodka o de whiskey.
De
tal forma, y habiendo fracasado de forma absoluta en la educación de
sus hijos, los padres los dejan a su aire, careciendo éstos
de lo que ya una vez denominé «tolerancia al fracaso», aunque
tampoco es que yo sea el primero en decirlo. Pero es así, y lo
sabemos por la Historia. Los grandes triunfadores, es decir,
militares, letrados, científicos, inventores, etc, de la Historia,
lograron sus éxitos en un habitual camino de fracasos. De fracaso en
fracaso hacia el éxito final. Raro es el caso de un triunfador desde
temprana edad, porque lo que más enseña a alguien es un fracaso,
jamás un éxito, excepto para seres con una capacidad de
autoanálisis fuera de lo común, que tampoco es que hayan abundado.
Así, los niños de hoy en día no saben lo que es que algo les sea
negado, y no saben cómo comportarse cuando algo no sale según sus
propias previsiones. Y en el caso que nos ocupa, los niños actuales
no son capaces de soportar los insultos ajenos. No es que sea de buen
gusto tragárselos, pero no te queda otra cuando eres el objetivo de
algún desalmado, porque las alternativas son mucho peores.
Nada
de lo que estoy comentando sirve para nada, en un mundo donde las
adolescentes de apenas dieciséis años ya comienzan a retocarse las
partes que no les gustan en el quirófano, sin dejar tiempo a que la
naturaleza haga su trabajo, porque lo más importante no es cómo es
uno, sino cómo te ven. La autoestima es un término que ha quedado
sólo para los psicólogos, porque en el momento que sólo se ve
reforzada por lo que te digan los demás, ya no es «auto». Y en
esto, como en lo otro, quien puede resolverlo desde que son unos
niños muy pequeños son los padres. Si escurren el bulto y dejan el
trabajo para otros profesionales que, por muy bien que lo intenten
hacer, nunca lo harán con el cariño y el cuidado que pueden tener
los propios progenitores, el fracaso de la educación de esos niños
estará más que asegurado.
Aunque
a mí el problema no me toque de cerca, sí formo parte de esta
sociedad en la que los adultos del mañana están recibiendo una
infraeducación galopante, por lo que serán personas carentes de
valores y con más trastornos de los habituales. Miedo me da...
El
Condotiero
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