Raroc
estaba desesperado. Vagaba solo, buscando refugio. El aire glacial
entumecía sus músculos mientras pensaba que él, al menos, estaba
en movimiento, pero no así su escasa familia, que había quedado
resguardada en una estrecha zanja del interminable horizonte helado.
No hacía siquiera cinco años su comunidad llegaba casi a cincuenta
miembros. Hoy, debido al hambre y al incesante frío, apenas llegaban
a veinte, incluyendo a su compañera y sus dos vástagos,
supervivientes de los ocho que habían llegado a nacer. Pero así era
la vida. Sus padres le habían enseñado todo lo que habían podido,
antes de perecer en una avalancha de hielo y rocas, y lo demás lo
había aprendido de forma intuitiva. La fragilidad de la vida era una
de las cosas que había experimentado, por lo que no se asustaba de
ello.
En
su continuo deambular, de refugio en refugio, había visto multitud
de cosas extrañas. Él las tocaba con veneración. No sabía qué
eran ni a quién habían pertenecido, pero esas piedras lisas, altas
y ruinosas parecían confirmar las historias que a veces se contaban
por la noche, en las buenas noches en las que podían disfrutar de un
incierto fuego, puesto que los trozos de madera que se encontraban
escaseaban cada vez más. Las noches se diferenciaban de los días en
que la oscuridad era más profunda, sólo eso. Una de las historias
que a él más le gustaban era la de la ocasión en la que se
encontró otro grupo similar al suyo. No se entendían, pero por
señas y ruidos guturales llegaron a un acuerdo y, en lugar de pelear
por los pocos recursos de la zona, los grupos se juntaron. De hecho,
su madre procedía del grupo visitante, por lo que él era un
mestizo, si pudiera decirse así.
En
medio de sus pensamientos, Raroc tropezó con una piedra, oculta por
un montículo de nieve helada. Se abrió un hoyo por el que estuvo a
punto de caer. En principio maldijo su suerte, pero después acabó
intrigado. Cogió el trozo de madera plana que llevaba atado a la
cintura y se puso a excavar, rodeado por el vaho de su propia
respiración. El esfuerzo dio sus frutos y acabó dando con lo que
parecía una hondonada o una cueva en el mismo suelo. ¿Podría haber
hallado un buen refugio para su familia? La única forma de saberlo
era adentrarse para averiguarlo, pero él sabía que ello conllevaría
un problema. Le quedaba material incendiario para esa sola inmersión.
Si la cueva no era la adecuada, quizá perdiese la oportunidad de
encontrar otra mejor. Finalmente, decidió que merecía la pena
arriesgarse. Le había dado buena espina y el olor a cerrado que le
había llegado no era menos importante.
Después
de haber golpeado varias veces la piedra amarilla sobre la gris,
consiguió encender un pequeño fuego en el que puso las pocas
hierbas secas que le quedaban, adhiriéndolas al palo de luz que
siempre le acompañaba. Bajó por unas extrañas piedras lisas,
increíblemente regulares, hasta que dio con una pared. Confuso, vio
que la pared de piedra contenía unas profundas ranuras, por lo que
creyó oportuno empujarla y, de forma sorprendente, el centro del
muro basculó a un lado, dejando una apertura suficiente para poder
entrar. Tenía miedo, sí, pero la necesidad acuciaba, por lo que
traspasó esa extraña entrada de la cueva y lo que vio le dejó
boquiabierto: una enorme gruta con paredes y techos perfectamente
planos, y con unas rarísimas construcciones en madera de quemar.
Cuando se acercó a una de ellas, observó que contenía unas cosas
rectangulares, de diferentes colores y con unos extraños símbolos.
No era la primera vez que veía esos símbolos, pero tampoco eran
usuales ni entendía su significado, si es que tuviera alguno.
Recorrió
pasillos y pasillos de esa insólita cueva, todos cubiertos con
aquellas singulares construcciones de madera. De repente, apreció un
cambio en la luz. Sí, se estaba quedando sin combustible en su palo,
por lo que no tenía mucho tiempo. Si se quedaba a oscuras en esa
interminable sucesión de cavernas, estaría perdido. Podría
arrancar algún trozo de madera de las construcciones laterales, pero
le llevaría demasiado tiempo. ¿Arderían los raros cubos de
inscripciones? No tenía nada que perder por intentarlo, así que
extrajo uno y se percató de que se podía abrir. Estaba formado por
un buen montón como de escamas blanquecinas, algo amarillentas, con
más y más inscripciones indescifrables. Al tocarlas, notó su
fragilidad, arrancando una de ellas y acercándola al fuego. Sí,
ardía. Y con bastante rapidez, por lo que decidió aproximar más.
Al mirar a los lados y ver más cubos como ése, comprendió que el
refugio que había encontrado era perfecto para su familia, con
combustible suficiente para una buena cantidad de lunas.
Resolvió,
ahora que no tenía que preocuparse por la luz, terminar de
investigar esa prodigiosa cueva. No tardó mucho en llegar a lo que
parecía el final, con una inscripción en la pared del fondo,
enorme, aunque no tallada en ella, sino que eran unas piedras
superpuestas y que refulgían a la luz de su palo. Sabía que aquella
inscripción era importante, por el lugar que ocupaba, aunque no
fuera capaz de saber si significaba algo o alguien la había puesto
allí porque le parecía bonita. El dibujo era más o menos así:
Fondo
de libros para la supervivencia de la
cultura humana
cultura humana
Fundación de la Real Academia de la
Lengua Española
Era
bonita, sí, se dijo, pensando que había llegado la hora de desandar
el camino hasta la salida de la cueva para ir en busca de lo que
quedaba de su familia y traerla a aquel lugar. Sí, en este magnífico
refugio podrían pasar los días y las noches quemando esos cubos con
inscripciones. Tal vez hubiera suficientes para poder sobrevivir
hasta la salida del sol, un sol que él jamás había visto pero del
cual sus padres tantas veces le habían hablado, aunque fuera también
de oídas.
Enrique
A.Cadenas
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