martes, 18 de abril de 2017

Supervivencia

             Raroc estaba desesperado. Vagaba solo, buscando refugio. El aire glacial entumecía sus músculos mientras pensaba que él, al menos, estaba en movimiento, pero no así su escasa familia, que había quedado resguardada en una estrecha zanja del interminable horizonte helado. No hacía siquiera cinco años su comunidad llegaba casi a cincuenta miembros. Hoy, debido al hambre y al incesante frío, apenas llegaban a veinte, incluyendo a su compañera y sus dos vástagos, supervivientes de los ocho que habían llegado a nacer. Pero así era la vida. Sus padres le habían enseñado todo lo que habían podido, antes de perecer en una avalancha de hielo y rocas, y lo demás lo había aprendido de forma intuitiva. La fragilidad de la vida era una de las cosas que había experimentado, por lo que no se asustaba de ello.
             En su continuo deambular, de refugio en refugio, había visto multitud de cosas extrañas. Él las tocaba con veneración. No sabía qué eran ni a quién habían pertenecido, pero esas piedras lisas, altas y ruinosas parecían confirmar las historias que a veces se contaban por la noche, en las buenas noches en las que podían disfrutar de un incierto fuego, puesto que los trozos de madera que se encontraban escaseaban cada vez más. Las noches se diferenciaban de los días en que la oscuridad era más profunda, sólo eso. Una de las historias que a él más le gustaban era la de la ocasión en la que se encontró otro grupo similar al suyo. No se entendían, pero por señas y ruidos guturales llegaron a un acuerdo y, en lugar de pelear por los pocos recursos de la zona, los grupos se juntaron. De hecho, su madre procedía del grupo visitante, por lo que él era un mestizo, si pudiera decirse así.
             En medio de sus pensamientos, Raroc tropezó con una piedra, oculta por un montículo de nieve helada. Se abrió un hoyo por el que estuvo a punto de caer. En principio maldijo su suerte, pero después acabó intrigado. Cogió el trozo de madera plana que llevaba atado a la cintura y se puso a excavar, rodeado por el vaho de su propia respiración. El esfuerzo dio sus frutos y acabó dando con lo que parecía una hondonada o una cueva en el mismo suelo. ¿Podría haber hallado un buen refugio para su familia? La única forma de saberlo era adentrarse para averiguarlo, pero él sabía que ello conllevaría un problema. Le quedaba material incendiario para esa sola inmersión. Si la cueva no era la adecuada, quizá perdiese la oportunidad de encontrar otra mejor. Finalmente, decidió que merecía la pena arriesgarse. Le había dado buena espina y el olor a cerrado que le había llegado no era menos importante.
             Después de haber golpeado varias veces la piedra amarilla sobre la gris, consiguió encender un pequeño fuego en el que puso las pocas hierbas secas que le quedaban, adhiriéndolas al palo de luz que siempre le acompañaba. Bajó por unas extrañas piedras lisas, increíblemente regulares, hasta que dio con una pared. Confuso, vio que la pared de piedra contenía unas profundas ranuras, por lo que creyó oportuno empujarla y, de forma sorprendente, el centro del muro basculó a un lado, dejando una apertura suficiente para poder entrar. Tenía miedo, sí, pero la necesidad acuciaba, por lo que traspasó esa extraña entrada de la cueva y lo que vio le dejó boquiabierto: una enorme gruta con paredes y techos perfectamente planos, y con unas rarísimas construcciones en madera de quemar. Cuando se acercó a una de ellas, observó que contenía unas cosas rectangulares, de diferentes colores y con unos extraños símbolos. No era la primera vez que veía esos símbolos, pero tampoco eran usuales ni entendía su significado, si es que tuviera alguno.
             Recorrió pasillos y pasillos de esa insólita cueva, todos cubiertos con aquellas singulares construcciones de madera. De repente, apreció un cambio en la luz. Sí, se estaba quedando sin combustible en su palo, por lo que no tenía mucho tiempo. Si se quedaba a oscuras en esa interminable sucesión de cavernas, estaría perdido. Podría arrancar algún trozo de madera de las construcciones laterales, pero le llevaría demasiado tiempo. ¿Arderían los raros cubos de inscripciones? No tenía nada que perder por intentarlo, así que extrajo uno y se percató de que se podía abrir. Estaba formado por un buen montón como de escamas blanquecinas, algo amarillentas, con más y más inscripciones indescifrables. Al tocarlas, notó su fragilidad, arrancando una de ellas y acercándola al fuego. Sí, ardía. Y con bastante rapidez, por lo que decidió aproximar más. Al mirar a los lados y ver más cubos como ése, comprendió que el refugio que había encontrado era perfecto para su familia, con combustible suficiente para una buena cantidad de lunas.
             Resolvió, ahora que no tenía que preocuparse por la luz, terminar de investigar esa prodigiosa cueva. No tardó mucho en llegar a lo que parecía el final, con una inscripción en la pared del fondo, enorme, aunque no tallada en ella, sino que eran unas piedras superpuestas y que refulgían a la luz de su palo. Sabía que aquella inscripción era importante, por el lugar que ocupaba, aunque no fuera capaz de saber si significaba algo o alguien la había puesto allí porque le parecía bonita. El dibujo era más o menos así:

Fondo de libros para la supervivencia de la 

cultura humana

Fundación de la Real Academia de la 

Lengua Española

             Era bonita, sí, se dijo, pensando que había llegado la hora de desandar el camino hasta la salida de la cueva para ir en busca de lo que quedaba de su familia y traerla a aquel lugar. Sí, en este magnífico refugio podrían pasar los días y las noches quemando esos cubos con inscripciones. Tal vez hubiera suficientes para poder sobrevivir hasta la salida del sol, un sol que él jamás había visto pero del cual sus padres tantas veces le habían hablado, aunque fuera también de oídas.

             Enrique A.Cadenas

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