El
8 de diciembre de 1941, Franklin D.Roosevelt pronunció un discurso
donde anunciaba ante el Congreso, y a todo el país, la situación de
guerra en la que se encontraba EE.UU. con el Japón Imperial, después
del ataque recibido, sin previo aviso, en la base de Pearl Harbour,
el día anterior, al que calificó como «un día para la infamia».
Desde entonces, aquel 7 de diciembre es conocido como «el día de la
Infamia», tanto para los norteamericanos como para el resto de los
occidentales, ya que en Europa somos bastante permeables a los
dictados yankees.
Si
repasáramos la historia de EE.UU., observaríamos que aquél no fue
su primer «día de la Infamia»: el 15 de febrero de 1898 una enorme
explosión sacudía al USS Maine en el puerto de La Habana,
hundiéndolo como una plancha, a la vez que se llevaba casi
trescientos miembros de su tripulación al fondo. Todos sabemos lo que
ocurrió después, que William Randolph Hearst, el magnate de la
prensa americana, usó el episodio como acicate a la población
estadounidense contra España, a la que humillaban constantemente en
sus rotativos diarios, culpándola del accidente ocurrido al
malogrado acorazado, siendo una de las excusas por las que finalmente
EE.UU. declaró la guerra a España unos meses después, cuyo
verdadero objetivo no era, ni mucho menos, apoyar a los rebeldes
cubanos, sino hacerse con las últimas colonias de un desvencijado
país europeo. Así, en esa guerra no sólo terminamos perdiendo
Cuba, sino también Puerto Rico, Filipinas y varias islas del
Pacífico, algunas de ellas vendidas con posterioridad a Alemania, al
no tener sentido ya para nuestra patética nación. Islas del
Pacífico que luego arrebataría Japón a Alemania en el marco de la
Primera Guerra Mundial y sobre las que se dejarían la vida montones
de jóvenes norteamericanos, después del «segundo día de la
Infamia». ¡Lo que son las cosas!
Ni
siquiera los intrigantes gobernantes norteamericanos fueron capaces de
planear un evento tan oportuno como la explosión del susodicho
acorazado, aunque luego fueron lo suficientemente retorcidos para
usar dicha explosión en su propio beneficio, manipulando a la
población de su país contra España, país al que por otra parte
debían gran cantidad de cosas, entre ellas su independencia.
La
población norteamericana era enormemente proclive al aislacionismo,
casi seguro por carecer de unas raíces nacionales profundas y por
provenir sus diferentes capas sociales de la inmigración europea.
Los inmigrantes eran gente que buscaba nuevas oportunidades y querían
desentenderse de los problemas que dejaban atrás, entre ellos los
constantes conflictos bélicos que se vivían en Europa. Si algo
sacaron en claro los gobernantes estadounidenses, tanto de la guerra
hispano-estadounidense como de la Primera Guerra Mundial, es que la
población de su país necesita de una clarísimo casus belli
para poder dedicar sus esfuerzos a una guerra y para, más importante
aún, reelegir al presidente belicista, porque, no lo olvidemos,
EE.UU. sigue siendo una democracia.
Así,
Franklin D.Roosevelt y sus allegados, que tenían unas ganas locas de
meterle mano a Japón y a la Alemania nazi, esperaron con paciencia
infinita la ocasión, mientras iban fastidiando como podían a ambos
países: a Alemania, con ingente ayuda militar al Reino Unido,
apoyando sus convoyes con navíos de la Marina de EE.UU., navíos que
Hitler prohibía a sus «lobos marinos» que fueran torpedeados, y a
Japón, cortándole el suministro de petróleo y de otros minerales
estratégicos, ahogándolo en su propia pobreza de recursos. No es
que el ataque de Pearl Harbour fuera planeado por EE.UU., pero sí
que había cierto número de personas que sabían lo que iba a
ocurrir, incluso el día y la hora. La propia inteligencia
norteamericana llevaba varios meses descifrando los mensajes de la
Marina Imperial nipona, por lo que la propia tragedia que se viviría
el 7 de diciembre de 1941 podría haber sido evitada. EE.UU. habría
entrado en guerra de todas formas, pero si el ataque hubiera sido
rechazado, o al menos minimizado, el odio de las bajas capas de
población estadounidense no hubiera tenido lugar, y eran esas capas
las que ofrecerían sus hijos para ser enrolados en los diversos
ejércitos, las que trabajarían en las fábricas de armamento sin
descanso y las que comprarían miles de millones de dólares en bonos
de guerra. Total, después de todo sólo morirían 3.000
norteamericanos en el ataque a Pearl Harbour... y se destruiría un
número bastante irrisorio de buques de guerra obsoletos, ya que,
curiosamente, ninguno de sus modernos portaaviones estaba en ese
momento en el puerto hawaiano... ¡Qué casualidad!
Con
todo esto, quiero ahora comentar, en el decimoquinto aniversario del
11-S, que no debemos olvidar los casos que he expuesto anteriormente.
Como se demostró en la guerra de Vietnam, un país paupérrimo con
una población irrisoria, EE.UU. puede vencer en cualquier guerra si
su población lo da todo, pero de igual forma puede perder cualquier
guerra si no está convencida de su misión salvadora o vengativa. En
un mundo donde el principal enemigo, la URSS, se había desvanecido
por sí solo, y en el que el petróleo parecía tomar cada vez más
importancia, las altas jerarquías norteamericanas debían planear un
golpe a partir del cual pudieran aposentar su hegemonía militar y
moral. Los halcones que sobrevolaban a Bush, Ramsfield y Rice sobre
todo, pergeñaron un ataque a suelo patrio que les daría todas las
cartas de la baraja: un casus belli contra quienes ellos
quisieran, sólo era cuestión de culpar al que ellos apuntasen con
el dedo; el apoyo incondicional de la población norteamericana,
necesario, como ya hemos visto, para ganar cualquier guerra; y la
oportunidad de dictar nuevas leyes restrictivas con las que controlar
de manera más precisa a esa misma población que debía apoyarles.
Las
mentiras del 11-S son tantas y tan increíbles que alucino con que la
gente me llame «conspiranoico» mientras sigue viendo el Sálvame.
No sé ya si es una cuestión de ceguera o es que quizá sea mejor
vivir con la ignorancia, porque corazón que no ve, corazón que no
siente.
Como
ya dije en su momento, sólo hay que hacer el doble ejercicio de «a
quién beneficia» y el principio de la «navaja de Ockham», para
darse cuenta de quién pudo perpetrar el atentado del 11-S. Pero no
sólo eso, sino que también hemos sufrido la mayor crisis económica
desde el «crack del 29» y también ha venido como un ataque de
EE.UU., con la idea de despojar de su bienestar a la clase media y
tenerla más agarrada por el cuello. Por último, un ejercicio de
ingeniería financiera hizo posible la bajada a los infiernos de
Grecia, con lo que se buscaba desestabilizar a la Unión Europea,
gran competidora económica de los EE.UU.
Evidentemente,
es mejor pensar que estoy loco y seguir soñando con que los ricos
sólo quieren repartir sus ganancias con los más necesitados y que
los políticos y los gobiernos de los países occidentales sólo
buscan el bienestar de sus electores, trabajando por y para ellos,
con una generosidad y un altruismo que nos harían enrojecer. Pensad
que eso es precisamente lo que ellos quieren que sintáis y os daréis
cuenta que lo único que conseguís cerrando los ojos a la realidad
es hacerles el juego. Aunque sólo sea para fastidiarles ese juego
suyo, yo denuncio estos hechos, ya que reconozco que poco más puedo
hacer.
El
Condotiero
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